Él era un hombre de aire, de pensamiento liviano y sueños altos. Le gustaban las elegantes maniobras que hacen las palabras cuando se enredan con el viento y caen suavemente sobre las copas de los árboles. Le gustaría volar, pero sin perder de vista el suelo.

Ella, mujer de tierra que iba siempre con la mirada puesta en el cielo, le descubrió mientras daba volteretas en prosa para huir de las tormentas. Le gustaba ver las estelas que iba dejando en las nubes de su cabeza, llovieran o no. Quiso verlo más de cerca y se le fue acercando deprisa, como lo hace todo, lanzando al aire sus desnudeces, que le acertaron en toda la primavera.

Y a él le encantó que le dibujara mapas del cielo y que la dejaran pensativa sus acrobacias. Adoró la elegante forma que ella tenía de pasear por el barro sin mancharse, el mandala de sus pasos sobre la arena de los desiertos y el laberinto de su piel cuando se modelaba en arcilla entre sus dedos.

Probaron el agua, porque aire y tierra siempre tienen ese nexo de unión. Agua dulce de los besos y agua salada con lágrimas. Agua fría de las despedidas, agua tibia de caricias entretejidas y agua caliente de deseo.

Ahora, cuando va pasando el tiempo como un rodillo, es curioso contemplar cómo el hombre de aire esculpe polvo en el viento y cómo la mujer de tierra se pone de puntillas para sentir la brisa que le roza el cuerpo. Cómo el hombre de aire sueña con barro, cómo la mujer de tierra sueña con cielo. Cómo temen ambos, enredarse entre las ramas y quedarse con los pies colgando.

Pero entre dos mundos, siempre hay un tercero. Están abocados al fuego, al fuego metido en lo más profundo de los secretos que muerden cuando se enciende la luz. Porque el humo y la ceniza siempre vuelan juntos y siempre juntos caen al suelo.

El tiempo…

el tiempo
se deviene en su reloj de polvo
agujas enloquecidas que no atinan
al número
igual
que esa muchacha que ha dejado su sombra
tendida
sobre la tierra para arropar al mundo

deletrea
en un charco de pájaros
sílabas de lluvia

y es
la suerte de un cuerpo repartido en gotas
que nadie junta

(Jorge Meretta, El cazador de lluvias, 2004)

Enciendo la luz…

Enciendo la luz
para escribir
y sólo arden palabras ya vividas
en el falso fuego de una lámpara.

Creí decirlo todo y es engaño.

Toda la claridad en sólo un ojo ciego.

(Jorge Meretta, Ritual de la palabra, 1998)