La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

febrero2025 (Página 1 de 3)

Cierra paréntesis

Cierra paréntesis. Acaba el tiempo de ausencia.

Cuando no hay más que palabras, el silencio es una espina que se clava muy adentro.

La vida parece seguir.

Allá, afuera de mí, los relojes no se detienen, el cielo cambia de color y, a ratos, hace sol, o llueve.

Otras voces intentan interrumpir este silencio, otros silencios se esfuerzan en arrancarme éste. Silencios de música o de agua hirviendo, silencios de cristal meciendo el hielo, silencios de una casa llena de gente o de una tienda al rojo vivo.

La vida parece seguir, y yo me resisto hasta que el calendario se apiada de mí y me acerca a la palabra. La vida parecerá seguir, como la frase a medias que interrumpe un suspiro.

Cierra paréntesis. Punto y seguido. Nos sigue quedando un hoy que vivir para llegar a mañana.

Las cosas han cambiado

Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.
Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.
Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.
En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrenas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.
Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.
De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.
Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.
Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
ni deseos más puros,
ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996)

La vida sigue

La vida sigue. Alegre o triste, sola o con leche, con dolor de cabeza o con el regusto que queda de un beso en los labios, la vida sigue.

Cuanto más sencillo es cerrar los ojos en unos brazos, más duro se hace despegarse de ellos. Queda el recuerdo de un calor equivalente al propio, la sensación de dos cuerpos apretándose uno contra otro, el aroma de una piel que se prestó al tacto de nuestras manos.

Se va perdiendo en el paso de las horas la humedad de los labios contiguos, el recorrido de aquella otra lengua de pertenencia indistinguible, la dureza de los vértices que se conmovieron cuando comenzaba el incendio.

Con la dulzura de las sensaciones que permanecen, con el amargor de las que uno no puede retener por más tiempo en la química, con la ausencia salvaje o controlada, la vida sigue.

De una semana hasta la siguiente, la vida sigue. Los días se rellenan con tareas que poco restañan lo perdido, con momentos que apenas permiten recobrar la locura, con las caras de siempre y con las mismas palabras consabidas.

La vida sigue, como sin gana, como en una permanente espera. Quizás un roce, una conversación, el color de una prenda o ese aroma que envuelve al mundo cuando te acercas, rompe la espera y te rellena el depósito para seguir con el viaje.

Juntos o separados, de colores o grises, risueños o tristes, la vida sigue. La verdad, a veces, es terrible.

Tan terrible que, esas veces, de alguna manera, uno desea que sea una verdad que expire y pueda cambiarse por una mentira. Y que la vida no siga y nos espere.

De autobuses y móviles

Nada se sabe de la suerte. Yo volvía, después de aparcar el coche allende los descampados, yo volvía de pésimo humor.

El día empezó temprano y se fue torciendo con cada tornillo, se me fue clavando con cada puntilla, se me fue alejando en cada kilómetro.

Yo volvía —nadie sabe nada de la suerte—, yo volvía cuando al meter la mano en el bolsillo, eché en falta el móvil. «¡Me lo he dejado en el coche! ¡mierda!», pensé al percatarme de que me tocaba repetir la caminata.

El día se fue haciendo más oscuro conforme avanzaba la noche y yo volvía sin saber nada de la suerte. Volvía de mal talante, enfadado y cansado, sudoroso e incómodo.

Ella, en cambio, simplemente estaba. En la parada del autobús, hablando por teléfono. Cuando el autobús abrió la puerta subió indolentemente sin dejar el teléfono.

Entonces, cuando menos sabía yo de la suerte, un chico joven apartó su coche, salió a la carrera y, poniéndose delante del autobús para que no pudiera irse, empezó a llamar a la chica entre sollozos.

—Pero que haces Mari… ¿por qué te vas?… Ya la tenemos otra vez… ¡Bájate, por favor!… No me dejes… No puedo vivir sin ti…

Ella no dejaba el teléfono, miraba para otra parte y el conductor del autobús hizo uso de su claxon para aumentar la tensión de la escena.

El chico, después de dos angustiosos minutos de rogativas y pitidos, se dio por vencido y se apartó muy lentamente. El autobús partió con un chirrido y el coche no tardó mucho en desaparecer.

El móvil estaba en el coche —no sé nada de la suerte—, pero yo volvía. Volvía de nuevo pensando que nadie sabe nada de la suerte, que no sabemos en que autobús nos tocará montarnos o quedarnos en tierra.

Yo volvía de un día malo, después del cansancio y de anular una cita festiva, cargado desde la lejanía con herramientas y mala memoria.

Volvía pensando —no se sabe nada de la suerte— en el número que tendrá mi autobús y en el frío que azotará la parada. Y volvía pensando si estaré dentro, hablando por teléfono, o fuera, derramando lágrimas.

Volvía yo en mis pensamientos, nada se sabe de la suerte, cuando el móvil sonó en mi bolsillo. Pero no, no había a la vista ningún autobús…

Días inversos

Por los pies de la mañana me muevo hacia el derribo. Horas que no conocía me conducen por un camino distinto y desangelado.

Las rodillas se le inflaman al día, los muslos desaparecen entre las sillas escribiendo un anecdotario y el sexo de las palabras se divierte con juegos de mesa.

El estómago del mediodía me digiere lentamente, me pesa, se resiste a la ingravidez, se anuda en el silencio y se llena de nada.

El pecho de la tarde atraviesa el sopor, se entrecruza con las manos, como en actitud de espera impasible o de desesperación calculada.

Por el cuello de botella anochecen las ganas, el tumulto de los coches que aparcan en doble fila gana el trago y me aprieta la corbata de la ducha fría y sus alfileres.

La boca de la noche se abre y se cierra sobre las ventanas cansadas, el aire que entra es respiración pero asfixia, bares que gritan con bombonas de miedo le taponan la nariz al horizonte.

Los ojos de la cama se cierran a un sueño despierto, liviano, inquieto de palabras. La frente de la almohada suda por entre las sábanas el agotamiento de los tiempos.

Ahora los días me vienen boca abajo y, cuando al final me duermo rozando las orejas de los sueños y el cabello de un naufragio, sé que mañana volverá a amanecerme por los pies.

Los días inversos no tienen labios, ni lengua, ni manos, ni nada que ganar o que perder.

Porque los ojos

Porque los ojos los ensucia el tiempo
apenas reconoces la luz
de la mañana. Pero a tu puerta
insiste
la terca claridad.

Como perro
que sabe

que lo que fuera amor
no entiende olvido.

(Ada Salas, El lugar de la Derrota, 2003)

Y para qué esta herida

Y para qué esta herida

esta abertura umbilical
por donde entra y sale
la claridad del mundo

si no me quedan nombres
ya

de tanta transparencia.

(Ada Salas, El lugar de la Derrota, 2003)

El infinito se tuerce a la derecha

Allí estaba yo, sentado frente al infinito. Desgraciadamente no había ningún otro cliente y no pude echarle un vistazo al interviú.

Puede ver como infinitas veces, infinitos barberos me recortaban el pelo con infinitas tijeras. Todo era infinito, menos mi pelo, que va escaseando conforme la frente avanza.

Pero, al fijarme en la sensación infinita de los dos grandes espejos enfrentados, no pudo menos que sorprenderme la curva que realizaban las imágenes reflejadas. «El infinito se tuerce a la derecha», pensé.

Porque todo cambia y es difícil seguir recto, siempre recto. Todas las cosas se acaban torciendo. El infinito también.

Pero uno no se da cuenta sino al final, cuando volver a la trayectoria original es, si no imposible, completamente inútil.

Entretanto, parecemos seguir como siempre, caminando hacia el infinito de los espejos. Y más allá.

Digo esto pensando en que hay trayectorias que parece que nunca se encuentran pero, alguna vez, dejarán de ser paralelas. Por si acaso, recuerda que el infinito se tuerce a la derecha, al menos, cuando me corto el pelo.

Tengo un termómetro en los labios

La primera vez, se le pusieron los ojos vidriosos, se le entornaron los párpados como en un agosto de persianas a la hora de la paz. Tenía algún dolor fruncido en el ceño y un hilo de voz débil y lejano. Me acerqué lentamente y le puse en la frente mis labios, para probar el sabor de la fiebre.

Adoro ese gesto que hace. Ese embeberse en sus propias sienes, ese último paso con los ojos cerrados mientras me pierde el horizonte entre su pelo. La sensación tibia, como melancólica, de la piel convertida en pétalo; y la incertidumbre de si tal vez arderán flores en mi boca. Tenía fiebre, lo supe, porque tengo un termómetro en los labios.

También el último encuentro tuvo el vidrio de los ojos y la media asta de los párpados. Otro dolor dibujado en la voz y su ceño débil y lejano. También me acerqué lentamente para probar, esta vez, la calentura de sus labios.

Adoro ese gesto que hace, respirar suavemente y entreabrir el alma, bajar la mirada y enroscarla en mí. Salir de su escondrijo de piel y volcarse quince grados a estribor antes de arriar los párpados como bandera. Adoro, entonces, la incertidumbre de si tal vez andará húmeda la mariposa con que ella bate sus alas en mi boca.

Pero esta vez, noté en su corazón la temperatura a la que el cielo se escapa de entre los dedos. Y es que tengo un termómetro en los labios.

La poesía es un arma cargada de mercurio

A Amparitxu, a Gabriel.

Yo sé que es vida esto que se mueve
entre estas venas rotas y cansadas.
No hay célula que tienda a resistirse.
No quiero ser inmune a nadie, a nada.

Yo sé, porque me duele cuando escribo,
que Amparitxu se acuerda de Celaya.
La poesía es un arma cargada de mercurio,
a casi todo el mundo se le escapa.
Y no sé por qué insisto en estos tiempos,
se nos van los poetas en silencio,
y luego el homenaje—navajada.

Hago trenzas de versos, me despeino.
Cuando se hace un milagro hay que dar caña.
Yo sé que es vida esto que se mueve
entre estas venas rotas y cansadas.
La poesía es un arma cargada de mercurio,
—hay una minoría que la atrapa—.
Los demás que se apañen con la nómina,
con el vídeo, la coca, o la esperanza.

(Belén Reyes)

Inventar el silencio

En el universo no existe el silencio.

Los telescopios electromagnéticos, que siempre están auscultando el infinito, lo saben perfectamente. Aún escuchan ecos del lejanísimo Big Bang, explosiones de supernovas en galaxias inimaginables y el roce de las órbitas de los astros contra sus lunas. El silencio es, entonces, un «ruido de fondo».

Para distinguir aquello que realmente importa, en los observatorios se utilizan programas informáticos que eliminan ese «ruido de fondo» en los datos observados, de modo que los mensajes incomprensibles del tiempo y del espacio se perciben con mayor nitidez.

Pero este ruido de fondo varía, no es el mismo siempre. Retirarlo en tiempo real ocuparía una capacidad de procesamiento que haría imposible analizar las ondas recibidas que verdaderamente importan. Así que lo que hacen es que «se lo inventan». Efectivamente, analizan varias secuencias a lo largo de periodos y, con procedimientos estadísticos, encuentran patrones electromagnéticos a los que denominan «silencio».

Cada 1000 días los telescopios se apagan durante unos instantes, para barrer las memorias electromagnéticas de sus sensores. Y al encenderlos de nuevo, se procede a «remuestrear el silencio», a encontrar los patrones irrelevantes. Y ese ruido, el nuevo silencio, distinto al anterior, es el anticipo de lo que no va a importarle a los telescopios en los siguientes dos años y pico.

Nuestro ruido de fondo varía siempre. De tanto en tanto hay que remuestrearlo y encontrar aquello que ya no va importarnos. Se trata de inventarnos un nuevo silencio, y romperlo para hablar.

En el universo no existe el silencio. Entre nosotros, tampoco.

Nana para conciliar el insomnio

Vuelvo del frío

y la casa es un buzón apaisado

que se cierra a mis espaldas,

que me traga del mismo modo indiferente

con que engulle cartas de amor

o facturas del supermercado.

La geografía de la cocina se irrita a mi paso,

las ollas y su memoria nunca me coinciden

en el mismo mueble; los imanes

han cambiado la fila de productos que faltan

por una hilera de las nadas que tengo.

Me asomo a los números con memoria

que me interrogan con voces sin nombre

y parpadeos de ausencia prevista.

La agonía interior de las macetas

se obceca lentamente

en su verde suicidio de oscuridad y desierto.

La ropa sucia confabula

abarrotada en el cesto, murmurando quejas,

oliendo a la nostalgia

de un cuerpo al que aferrarse.

Cuando las ventanas producen la noche

achicando sus ojos de vaho y paisaje

y el espejo me lanza a la cara

su barba salvaje de tres días,

sé que ha llegado al andén

ese intruso que llevo puesto en el cuerpo

y que siempre se deja mi cabeza en otra parte.

Desde las escaleras que se empecinan

en llevarme al mismo sitio desolado,

encuentro en las puertas un leve temblor

de estación abandonada, como el eco

de una oficina vacía que se muere de pasos;

la cama se abre como un aparcamiento de pieles

que se arrugan en las sábanas

mientras afuera sucede con estruendo

la nana del camión de la basura.

Una noche te dije…

—Una noche te dije: —Quien no tiene secretos
nunca tendrá piedad.
Llovía, pero abriste una ventana.
La tormenta era azul dentro del bosque.
La mancha roja de las rosas
se extendía
por el corazón de los jardines.
y el mundo era un mundo de otra época:
como la vez que estábamos en una casa abandonada
viendo un incendio antiguo.

(Benjamín Prado, Asuntos personales, 1991)

Veinte doce

Dos números, un signo, una combinación, una señal, un enigma, una huella.

Podría ser una fecha, un día de diciembre repetitivo en que el azar tiene preparado algún capricho. Azul, gris o marengo, un día como cualquier otro o uno especialmente señalado para un logro, para una cita, para un concierto o para una despedida.

Una hora del día o de la noche, un minuto concreto, un instante de esos a los que soy adicto. Quien sabe si para disfrutar de él o para sufrirlo. Los minutos no nacen con destino asignado, no tienen pasaporte ni uniforme, es uno mismo quien los rellena.

Para aquellos que sepan inglés, también se llama así un año, el próximo, es que está por llegar para olvidar el viejo. Un punto de partida o, toquemos madera, uno de llegada.

¿Qué si sufre el corazón?… El joven envuelto en su lenguaje de adornar las desgracias puso en marcha el aparatito, sonaron a metal todos los latidos y tapizaron la noche con una música especial.

Cuando salió el papelito de la máquina, temí por un momento que saliese en él escrita una lista de nombres y apellidos. Afortunadamente, la ciencia no ha llegado tan adentro del corazón y aún quedan lugares a salvo de los testigos.

«No, parece que no ha sufrido», me dijo ella más tarde, «todo bien, puede estar tranquilo». Y yo me eché hacia atrás y me estiré pensando que, los ojos más dulces de la tierra, siempre se me acercan vestidos de blanco.

Desanginarse

Me cuesta tragar, me duele apretar la lengua contra el paladar y deglutir los signos empapados en saliva. Debo tener en mal estado las anginas.

Intento hacer una dieta equilibrada, pero no me dejan. Anoche, por ejemplo, me pusieron para cenar un comunicado de la banda y me clavé las espinas. Ya me había tomado para desayunar la muerte de un torero y un moticidio lejano.

En el almuerzo, ensalada de crisis con demasiado vinagre y demasiado pánico. Luego un filete de contradicción de los mercados, esos que reaccionan enseguida con miedo cuando un dirigente musita alguna tontería nueva. Cuando los mercados pierden, todos perdemos, pero cuando ganan sólo ganan ellos, los que parecen no inmutarse cuando gritan en la calle los parados.

Y más tarde, con el estómago todavía pesado, me di un atracón de libio cadáver sobre un fondo de vilipendios y manta ensangrentada. De postre, como si eso me calmara las anginas, un sorbete frío de equipos que llegan al liderato mezclados con los goles de los mismos de siempre, que siempre se me repiten.

Así, con este menú, no puedo desanginarme el pecho y me cuesta, cada vez más, tragarme el trozo de mundo que me entra por todas partes. Me duele apretar la lengua contra el paladar y engullir la realidad a zarpazos.

Ir al médico no sirve, porque solo te diagnostica hipertensión aparente y lo único que te receta es que te tomes una infusión de indiferencia cada ocho horas. Temo asfixiarme, que un trozo se me quede atrancado y no consiga hacerlo transitar hasta donde todo se digiere con la pesadez de las decepciones.

Ya he estado a punto. No sé cómo, la custodia compartida de un coche, el secuestro de los cooperantes y las declaraciones de quienes entre todos la mataron y Marta sola se murió, se me han hecho un lío, un nudo que me ha tenido con angustia vital y nauseas irritativas hasta hace un momento.

Temo asfixiarme si no me desangino pronto, la salud es lo primero, dicen los que saben durar. Y es cierto que lo temo, que el ahogo me solivianta y me entumece las ganas y el sueño. Pero lo que verdaderamente temo es que, a fuerza de tragar espantos, me acabe haciendo inmune a las locuras del mundo y al dolor de los demás.

Así que, pensándolo bien, perdóname si no quiero desanginarme, si prefiero que me duela tragar. Aunque a veces eso nos cueste discutir afanosamente si nos queremos igual que antes o si aun andamos esperando lo que siempre dimos por imposible.

Qué extraña toda esa gente

Qué extraña toda esa gente.
Llenan los comercios, las calles, las oficinas,
amables, bien vestidos, sonrientes.

Qué extraña toda esa gente
a la que el corazón sólo obliga
a dejar de fumar y
hacer ejercicio moderado.

(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días, 2008)

« Entradas anteriores