Desde aquella noche de hace tanto tiempo, me trataste como a un amigo. Reímos y lloramos, por cartas, por sentimientos, por adolescentes. Cinco minutos que me cambiaron la vida.
Más tarde nos separaron los caminos distintos que cada uno buscó. Varios reencuentros, todos alegres. La vida que a cada uno lo manda a un sitio distinto, cada cinco minutos.
El último reencuentro fue hace seis meses en la consulta del especialista. Lo mío, ya sabes, la tensión, y lo tuyo, ya sabes, nada grave, que no dan con la tecla. Entraste hacia el diagnóstico, cinco minutos después del mío.
Cinco quimios después, no hemos podido despedirnos. La muerte es parte de la vida, pero cuando se altera el orden natural de las cosas, entonces la vida es una catástrofe que nadie entiende.
Nadie entiende, pero hay que defender la alegría. Y recordar aquella tarde, aquella guitarra, aquel abrazo y aquellas lágrimas brutas, orondas, repletas de despedida. Hay que defender la alegría porque la vida puede cambiarte en cinco minutos.
La vida cambia cada cinco minutos, Salva, aunque sólo sea para seguir lo mismo. A mí no me importan los herederos, ni los testamentos, ni saber si van a hacerme cenizas y a rociarme sobre una roca.
Yo sólo pido, cuando lleguen esos cinco minutos que me cambien la vida, pido tu suerte: la de poder agarrar con fuerza una mano que amar y que me ame. Y después, cerrar los ojos y que el río siga pasando por debajo del puente.
Creo en la muerte pero, aunque sé que me ronda detrás de cualquier esquina, no quiero dejar de creer en la vida. Por eso, entretanto, quiero hacer planes, cumplir sueños, estar contigo hasta en los cinco minutos últimos.
Deseo que la muerte tarde en llegar y que cuando llegue me encuentre completamente vivo.
Adiós, Salva. Qué no daría ahora por la memoria de un último abrazo que ya no podré darte.
Elegía del recuerdo imposible
Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas
y de un alto jinete llenando el alba
(largo y raído el poncho)
en uno de los días de la llanura,
en un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
de haber combatido en Cepeda
y de haber visto a Estanislao del Campo
saludando la primer bala
con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
de un portón de quinta secreta
que mi padre empujaba cada noche
antes de perderse en el sueño
y que empujó por última vez
el 14 de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
zarpando de la arena de Dinamarca
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(la tuve y la he perdido)
de una tela de oro de Turner,
vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.(Jorge Luis Borges, La moneda de hierro, 1976)