A Salvador Morales Lupiañez, gracias.
¿Qué edad tendríamos? Ya ni me acuerdo.
Malos tiempos en casa. Como conclusión de aquel fin de semana, yo tenía que escribir una carta. Y al ver mi papel en blanco, te dije que no podía, que me sentía ridículo.
Me contaste entonces, cinco minutos duró la charla, que la verdad sólo está en la pugna de los contrarios. Que el dolor y el placer, dan la verdad cuando se encuentran. Que la alegría y la tristeza, vienen del mismo sitio.
Preguntaste con aquella media sonrisa del que es mayor y ya sabe la respuesta que ofrece la vida —andaba yo empezando a descubrirme el corazón en otras manos—, si los besos de aquella chica que vinieron después de los nervios, fueron ridículos. Y claro que no lo fueron, respondí yo.
Entonces la frase que me cambió la vida. Ha habido más desde entonces, pero aquella fue la primera y fue tuya. «Hay que saber hacer el ridículo», me dijiste, «para que los demás te tomen en serio». Seguramente aquella fue la primera vez que lloré escribiendo, escribiendo una carta estremecida que, todo hay que decirlo, no sirvió para lo que pretendía, excepto para cambiarme la vida.
Antes de irte, debería haberte agradecido mejor aquellos cinco minutos y el resto del tiempo en que nos conocimos.
No has llegado a saberlo del todo, me leíste un par de veces solamente. Por eso me gustaría que supieras lo ridículo que, a veces, aquí y allí, me siento escribiendo las cosas que me pasan por el corazón y por la cabeza.
Pero al sentirme ridículo comprendo que habrá alguien, al otro lado de las ventanas, que me va a tomar en serio. Es un alivio saberlo.
Y escribir no es el único ridículo que acometo.
Fe de vida
Nadie sabrá las veces, las mil veces,
después de la tristeza o de la humillación,
que envidié la sonrisa de los cínicos,
esa distancia fría de sus labios
ante la realidad. Son como estatuas
sobre el declive amargo del otoño,
y en las seguridades de la piedra
no conciben el riesgo de la fe,
la luz que se hace vida, pero luego
puede sentir la mordedura,
el veneno amarillo
de la vejez, la quiebra y el ridículo.No conciben heridas. Será porque recuerdan
la pureza metálica del justo
que agita su sermón
más allá de las dudas y de las decisiones,
clamando contra el filo de los sueños,
contra la incertidumbre,
sin asumir ninguna
responsabilidad en la quietud,
con su orden de muerte y de injusticia.Al caminar un día
sobre los arrabales de la Historia,
mientras la luz deshecha buscaba solidez
en el cemento y en los vertederos,
sentí —igual que se perciben
las inquietudes y los atardeceres—
que la verdad abstracta
es legitimación de la mentira.
Y no pude salvarme, ni ser puro,
ni sonreír con labios de distancia.
No me quedé en los márgenes,
ni en mesas de camilla,
ni en la capa del noble, ni en la canción del infierno.Pero la luz se enfría débil sobre los campos
y quien regresa siente las manchas de la tarde.Nadie sabrá jamás
las veces, las mil veces,
que envidié la sonrisa de los cínicos,
la pureza metálica del justo,
después de los regresos y de la humillación,
al sentirme manchado por la luz
y al conservar en la memoria,
en la izquierda vacía de mi cama,
como la sombra hiriente del cuerpo que se ha ido,
la memoria dudosa y palpitante
de algún amanecer.Porque tal vez la vida
sólo nos quiere dar
aquello que después sabe quitarnos.(Luís García Montero, La intimidad de la serpiente, 2003)