La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

julio2024 (Página 1 de 4)

Contrariado

Acabo de llegar al sitio en el que los días laborables se convierten en un extraño y los días de fiesta atacan con su lucha perenne de soledad contra multitud.

Yo estaba desterrado de las mañanas abiertas. Madrugar hacía más trascendente mi insomnio y más digna de compasión mi temprana y abrupta manera de abrir los ojos y la boca, atiborrando al mundo de malhumor y despertadores.

Mi descuido en el atuendo tenía el salvoconducto de la urgencia, la barba sin cuchilla crecía con la excusa de las sábanas que se enredan tras una noche de duermevela. El desayuno era una droga, que tomaba a sorbos para espantar el inquietante correr de las manecillas por mis venas.

La vida, entonces, empezaba por la tarde, los días tenían menos horas para el despilfarro y la memoria, el mundo se apagaba pronto y los bares cerraban justo a la hora necesaria.

Llegar a la noche era empezar el refugio, sentir la pulsión de lo que está a punto de acabarse y querer apurarlo entre letras contra toda norma higiénica y de buenas costumbres. Buscar bajo la luna el minuto de cielo que traen todos los días y envejecer en la espera de una carta que no siempre llegaba, que no siempre era de amor.

Y no quiero hacer todo eso que dejé abandonado con la excusa de ponerme a hacerlo en estos días vagos —vagos por imprecisos—, porque ando mal de bolsillos y no quiero pagar deudas del pasado que no hayan sido de juego. Ordenar la montaña de los tristes papeles que resumen la existencia en un consumo me parece tan estúpido como contar estrellas bajo techo. Y sin embargo, prefiero lo último, por supuesto.

Pero es verdad que todos deseamos a veces que la vida pare, que deje de gruñir un momento, que no nos arañe más los pensamientos, que nos deje libre la garganta para llorar a gusto y deshacer los nudos que se nos han ido haciendo poco a poco. O para reírse de las cosas tan tontas que nos tienen el corazón atornillado al suelo y las ganas puestas de rodillas.

Por eso, procuro que estos días completos no tengan nada que ver con el tiempo de trabajo. Mis vacaciones consisten en hacer las cosas muy despacio y de una en una. Elegir el orden de actuación y dejar abandonadas para cuando vuelva el trabajo todas esas cosas para las que ahora no tengo tiempo.

Quizá, últimamente, voy haciendo las cosas tan de una en una y tan despacio, que te agobia mi mirada de relojero. Quizás tan despacio y tan de una en una, que te agoto, que te oprimo, que te sacudo. Quizás estoy tan de vacaciones y puedo soñar tan despierto, que no te dejo respirar.

Estoy contrariado por el efecto, por la falta de cálculo, por la lentitud con que pasan los días en el desierto. Estoy contrariado porque he hecho las cosas tan despacio y tan de una en una, que no he tenido tiempo de hacerte soñar escribiendo.

Y eso es algo que no quiero dejar de hacer.

Las tardes

Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.
Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.
He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.
Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.
Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)

Semejantes

Cuando abrimos los brazos para sentir el volumen de otro cuerpo que se acerca, cuando notamos su calor y el mundo se convierte en aroma, cuando tal vez, sentimos su respiración como un suspiro propio, siempre miramos a lo lejos.

Miramos a lo lejos, unas veces con los ojos cerrados y otras abiertos. Abandonamos la vista hacia lo que no está tan cercano, sonreímos a los otros que nos observan, preparamos el cuerpo para la separación antes siquiera de haber sentido el abrazo.

El afecto es un arma de doble filo, porque nos convierte en adictos y siempre miramos a lo lejos. Cuando un amigo te cuenta ilusionado el placer que ha sido conocer a otro que no está presente, uno se siente y se sienta en el banquillo de los reservas para no perder el equilibrio.

Es un arma de doble filo porque se funde con la costumbre y a la tercera vez que no te dicen que te quieren, hay algo que se estremece por dentro como un fracaso. Y, sin embargo, cuando no te lo dicen nunca, uno inventa que lo ha visto en un gesto, en un ademán medio escondido o en una abreviatura escrita en la esquina de un papel.

Porque arrastra el pasado consigo, el afecto es un arma de generoso doble filo. Porque ponemos en él la esperanza cuando habría que ponerla en nosotros mismos. Porque estamos más atentos al que recibimos que al que somos capaces de dar.

Llega entonces el huraño, el ridículo, ese que apartarías de tus hijos y de tu buen nombre, y pone la voz abrupta y retuerce las palabras hasta encontrar un hilo que se había quedado suelto. No dan crédito tus ojos cuando te das cuenta de que eres tú mismo, que la metralla que lanzas no era lo que traías en la mano. Te preguntas por el beso que se te ha esfumado en la punta de los labios y te preparas para odiarte a ti mismo.

Miramos a lo lejos cuando nos abrazan los que más cerca queremos tener. Y cuando dejan de abrazarnos, los echamos de menos, los odiamos como si fuéramos inocentes, nos hinchamos de dolor pretérito, los apartamos con una mano y los buscamos con la otra, sin dejar nada quieto hasta que vuelven al abrazo. Y entonces, abrazados de nuevo, volvemos a mirar a lo lejos.

Tú y yo somos semejantes. Tan semejantes que me pregunto si no estamos equivocados y deberíamos aprender a vivir uno con otro antes de intentar vivir con nosotros mismos.

Tan semejantes que yo tendría que ir aprendiendo a contarte mi corazón por teléfono.

Échale a él la culpa

A José María Álvarez y Carmen Marí

Hoy te has ido de fiesta con amigas,
y sin que tú lo sepas me regalas
un tiempo de estar solo que ya empieza
a ser raro en mi vida, un tiempo útil
para intentar pensar en ti como si fueras
lo que siempre debiste seguir siendo
cuando pensaba en ti: aquella persona,
en todo semejante a cualquier otra,
que una noche lejana tuvo el gesto
generoso y extraño de entregarme su amor.
Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.
El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.

Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que cae en su vacío:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso…
Y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mi sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.

Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.
Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.

Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
—ese tipo grotesco y marrullero—
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta.

(Vicente Gallego, La plata de los días, 1996)

Los cuatro elementos

Él era un hombre de aire, de pensamiento liviano y sueños altos. Le gustaban las elegantes maniobras que hacen las palabras cuando se enredan con el viento y caen suavemente sobre las copas de los árboles. Le gustaría volar, pero sin perder de vista el suelo.

Ella, mujer de tierra que iba siempre con la mirada puesta en el cielo, le descubrió mientras daba volteretas en prosa para huir de las tormentas. Le gustaba ver las estelas que iba dejando en las nubes de su cabeza, llovieran o no. Quiso verlo más de cerca y se le fue acercando deprisa, como lo hace todo, lanzando al aire sus desnudeces, que le acertaron en toda la primavera.

Y a él le encantó que le dibujara mapas del cielo y que la dejaran pensativa sus acrobacias. Adoró la elegante forma que ella tenía de pasear por el barro sin mancharse, el mandala de sus pasos sobre la arena de los desiertos y el laberinto de su piel cuando se modelaba en arcilla entre sus dedos.

Probaron el agua, porque aire y tierra siempre tienen ese nexo de unión. Agua dulce de los besos y agua salada con lágrimas. Agua fría de las despedidas, agua tibia de caricias entretejidas y agua caliente de deseo.

Ahora, cuando va pasando el tiempo como un rodillo, es curioso contemplar cómo el hombre de aire esculpe polvo en el viento y cómo la mujer de tierra se pone de puntillas para sentir la brisa que le roza el cuerpo. Cómo el hombre de aire sueña con barro, cómo la mujer de tierra sueña con cielo. Cómo temen ambos, enredarse entre las ramas y quedarse con los pies colgando.

Pero entre dos mundos, siempre hay un tercero. Están abocados al fuego, al fuego metido en lo más profundo de los secretos que muerden cuando se enciende la luz. Porque el humo y la ceniza siempre vuelan juntos y siempre juntos caen al suelo.

El tiempo…

el tiempo
se deviene en su reloj de polvo
agujas enloquecidas que no atinan
al número
igual
que esa muchacha que ha dejado su sombra
tendida
sobre la tierra para arropar al mundo

deletrea
en un charco de pájaros
sílabas de lluvia

y es
la suerte de un cuerpo repartido en gotas
que nadie junta

(Jorge Meretta, El cazador de lluvias, 2004)

Enciendo la luz…

Enciendo la luz
para escribir
y sólo arden palabras ya vividas
en el falso fuego de una lámpara.

Creí decirlo todo y es engaño.

Toda la claridad en sólo un ojo ciego.

(Jorge Meretta, Ritual de la palabra, 1998)

La pregunta en el aire

Esa era mi amiga «Pepa», esa de la que te hablé. ¿A qué es guapa?

Sí, bueno… guapa es… no digo que no —yo estaba seguro de que sí que lo era, pero no quise parecer muy interesado—. Pero mu tristorra, ¿no?

Ya, es que está pasando por un mal momento. Lleva una racha de encontrar parejas que no le duran nada. Cuatro en dos años. Y sin haberse recuperado de la separación, y eso que ya hace ocho años del divorcio. Otro par de ligues más se le estropearon antes también y…

Pobrecilla, lo habrá pasado mal… En fin —dije intentando dar por concluida la conversación.

A mí me da mucha envidia, es guapísima y tiene mucho gancho con los hombres —dijo ella como quien formula un deseo a una estrella fugaz (o no sé si queriéndome vender un producto).

Ya —e hice silencio para dar el tema por resuelto. Pero no pude evitar que se me escapara un pensamiento y añadí—. Y pobrecilla tú.

Bueno, es que yo no soy tan guapa ni tengo tanto gancho, pero tampoco hacía falta que me lo recordaras.

No lo digo por eso —respondí a punto de no meter la pata—. Sino porque, piénsalo bien, mucho gancho para tanto «pescar» y, sin embargo, quedarse luego sin «pescado»… Parece más bien que es ella la que «pica». Que no te den tanta envida sus fracasos.

Una conversación ganada, pensé. Noté subir el ego y me sentí cargado de razón, como si observar a los demás desde lejos me concediese alguna clase de mérito especial. Pero la vida tiene muchos ángulos por donde mirarla y cada quién se asoma desde la altura de su propio corazón. Y ella, con esa cierta amargura de los que hablan a sabiendas de que no van a ser entendidos, me contestó:

Lo que envidio no es que se caiga, sino que se levanta y lo vuelve a intentar.

Una conversación perdida. Y dos cosas que aprendo. La primera, que es difícil distinguir entre admiración y envidia. La segunda es que no hay respuesta tan exacta como esa pregunta que no se hace y se queda en el aire.

No decía palabras

No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Aunque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

(Luis Cernuda, Los placeres prohibidos, 1931)

Prodigarse en pros

Hay que prodigarse en los propósitos de cambio, en propensiones a la ternura, en la más incansable propagación de los sentimientos.

Hay que producirse sin descanso una buena provisión de alegrías, ser proclives a la cercanía más exacta y proclamarla viva como si el otro cuerpo fuese un prófugo devuelto a su procedencia.

Tengo que promover la probatura de la felicidad aun a pesar de la problemática de las mudanzas. Tengo que promediarme en la procacidad de los cuerpos y propagar con ella la prodigalidad del afecto.

Voy a procurar la profilaxis de las ausencias consumando la profusión de besos encadenados, aumentando sus probabilidades de éxito mediante la producción propia de dopamina en los prolegómenos, para prolongar progresivamente lo providencial de cada caricia.

Quiero procesar con profunda alevosía la proeza de la sinceridad y su prognosis prometida. Y proclamar lo prodigioso de la memoria de la piel como un prontuario que el corazón y el deseo pronuncian con unos mismos labios.

He decidido propalar prodigios y ser prolijo en mis cumplimientos de promesas. Propender hacia las soluciones y propugnar la imaginación como fundamento del futuro. Proporcionar propósitos de seda que amordacen los cuchillos y prorrumpir en miradas de consuelo a mi alrededor.

Ya basta de contras, vida. Hay que prodigarse en pros.

Contra mi oficio

Afirmo que el amor son las palabras.
Que no existe el amor si no se dice.
Afirmo, de igual modo, que al cantar
los días los dejamos ya engastados
en una forma extraña de sintaxis
que no puedo expresar con otro nombre
distinto del amor.
Y afirmo lo contrario.
Que nunca las palabras bastarán
para dejar constancia de las cosas
que puede un hombre amar y, de hecho, ama.
Que está la vida fuera de estas líneas.
Que, si jamás deseo alguno me brotase
de decir lo que aquí digo, seguiría
viviendo en lo que aquí no he pronunciado,
amando en lo que aquí no halla lenguaje
ni quiero que lo halle por si un día
vosotros me buscáis entre mis nombres.
La vida es tan hermosa porque nada
la puede hacer hablar si ella no quiere.
Vivir es siempre más que darse cuenta.
Amor es siempre amor porque no sabe
de amor quien no se pierde en el distinto
misterio de otra carne incomprensible.
Y necio yo sería si pensara
que porque un día mis palabras engendraron
amor,
amé yo más,
vivir,
tuve la vida.

(Antonio Praena, Actos de amor, 2011)

Oferta

Trabajo fijo, vecinos amables, cara de buen chico, fama de no haber roto nunca un plato y barriga con cicatriz.

Un puñado de letras, algún que otro poema bueno y muchos cuentos. Apariencia de calma, angustia interior, nervios en el estómago, principios ilusos, pero todavía aprovechables, manos que saben sudar suavemente y miedo por todos los poros.

Pereza, nostalgia, sensación de vacío y canciones aprendidas de memoria. Un hueco infinito en el pecho, un corazón adormecido, ganas de volar revueltas con vértigo y humor absurdo, pero fino.

Le gustan el chocolate, la complicidad de los gestos y el vino. También le gusta la magia, pero no es practicante. Busca algún futuro, ahora, tan a destiempo, con un sexo sentido. Piel suave y mucho vello. No le gusta afeitarse los días que nadie le toca, que son muchos.

Miope, pero sabe mirar a lo lejos. Tiene la vista cansada de las pantallas y los dedos turbios de remover el azúcar en la taza. Le gusta mucho jugar, especialmente con las palabras. Escucha bien a los demás, pero se oye regular a sí mismo.

Y padece insomnio, pero ya no le hace sufrir no poder dormir. Lo que más teme en este mundo es perder la memoria y las ganas de soñar. La muerte de los demás le asusta más que la suya propia.

No baila, porque suda mucho y se siente feo con todo el mundo vestido de guapo. No es bueno para el trabajo pesado y no sabe ni colgar un cuadro.

Tiene querencia a las tablas, le gusta ser optimista, no le importa parecer tonto —para irse haciendo el cuerpo por si acaso lo fuera— y está más despierto de noche que de día.

Y con este equipamiento, tengo en el almacén desde hace tiempo a un tipo que adora los imposibles, pero que nunca los consigue, por definición. Lo vendo barato, está de oferta.

Lo vendo barato porque ya no me sirvo, porque hay que dejar sitio y quitarse las telarañas. Lo vendo barato porque ahora, ya, quiero ser otro mejor y, en tanto que ande conmigo encima, nunca lo conseguiré.

Pintor que me has pintado

Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pínta—
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!

(Juan Ramón Jiménez, Ceniza de Rosas, 1912)

Ora et labora

El principal mandato de la Regla está pensado para alejar las mentes ociosas de pensamientos impuros, para encontrar un equilibrio entre el trabajo, la meditación, la oración y el sueño.

Hay que aprovechar la luz, especialmente en verano, y organizar las actividades en función del astro rey. Por la mañana, se limpia el patio de arriba, sombreado y accesible con los ojos pegados, de modo que la cara de la casa esté lavada. Y hay que regar, naturalmente, antes de que el calor evapore el líquido elemento.

Más tarde ducha y baños, atender al salón y a la cocina, para dejarlos listos antes de un nuevo uso. Un repaso a la entradilla, a la escalera del hall y, por último, subir al dormitorio a borrar las huellas de otra noche de insomnio y aire acondicionado.

Entretanto, meditación delante del ordenador, oración delante del humo y sueño delante del ordenador.

La cocina espera la previsión del almuerzo, los papeles y la ropa sucia, que hay que apaciguar antes de que se amotinen y hundan el barco. Un par de veces en semana, discusión con las pelusas y la inquietud de la lavadora, que tiene la preciosa costumbre de derramarse después de cada uso.

Entretanto, meditación delante del ordenador, oración delante del humo y sueño delante del ordenador.

Se come en el refectorio, mientras suenan las oraciones y las lecturas pías que tienen a bien proferir los presentadores de los telediarios. Después se coge un libro para meditar y que traiga el sueño.

A la tarde, cuando ya el sol no castiga tanto el patio de abajo, barrido y baldeo. Regar dentro u ordenar cacharros y evaluar su utilidad y su sitio.

Entretanto, meditación delante del ordenador, oración delante del humo y sueño delante del ordenador.

Y por las noches el último riego, la apertura de ventanas invocando la brisa, un refrescón para las baldosas y buscar cualquier cosa en el frigorífico que llevarse a la boca. Otra lectura, alguna película o fútbol, para entretener la cabeza.

Una hora antes de acostarse, por lo menos, última meditación delante del ordenador, última oración delante del humo. Y a esperar al sueño en la cama.

Yo, que soy abad y monje al mismo tiempo, de vez en cuando rompo las reglas y de vez en cuando ellas me rompen a mí. Ora et labora, me propongo, para no permitir a las mentes ociosas desbocarse en sinsentidos. Nada de alcohol, nada de mujeres, nada de dulces.

Pero no lo consigo. Y muchas veces me quedo perdido, mirando por las ventanas, extrañando voces, imaginando labios o encontrando placeres solitarios con derramamiento de fluidos.

Tendré que perseverar y hacer más ora y más labora. Para eso, nada mejor que meterse a hacer obra en el monasterio. Porque ora que te ora para que no surjan más pegas. Y labora que te labora acercando materiales al albañil.

Por eso hace una temporada que no puedo ni pasar por aquí.

La poesía es un atentado celeste

Yo estoy ausente pero en el fondo de esta ausencia
Hay la espera de mí mismo
Y esta espera es otro modo de presencia
La espera de mi retorno
Yo estoy en otros objetos
Ando en viaje dando un poco de mi vida
A ciertos árboles y a ciertas piedras
Que me han esperado muchos años
Se cansaron de esperarme y se sentaron

Yo no estoy y estoy
Estoy ausente y estoy presente en estado de espera
Ellos querrían mi lenguaje para expresarse
Y yo querría el de ellos para expresarlos
He aquí el equívoco el atroz equívoco

Angustioso lamentable
Me voy adentrando en estas plantas
Voy dejando mis ropas
Se me van cayendo las carnes
Y mi esqueleto se va revistiendo de cortezas
Me estoy haciendo árbol Cuántas cosas me he ido convirtiendo en
[otras cosas…
Es doloroso y lleno de ternura

Podría dar un grito pero se espantaría la transubstanciación
Hay que guardar silencio Esperar en silencio

(Vicente Huidobro)

¡Guala!

Contaba yo la peripecia de lo extraordinario. Eso que, alguna vez, los niños pequeños que sólo viven de sus sueños, dibujan en papeles que el tiempo amarillea.

El tiempo amarillea cada instante, pero cada instante es extraordinario, aunque cuesta reconocerlo por entre las rutinas y las leyes de la física. Cuesta reconocerlo escondido en los recovecos de un corazón que, meses después, enseña las lágrimas que se tragó tras la noticia y su sorpresa.

Su sorpresa, pero también la mía en mitad de una autovía, cuando —y ya es raro— no había ningún coche delante hasta donde se perdían la vista y el asfalto. Casualidad que me entró por el espejo retrovisor cuando —y ya es raro— quise cambiar de carril para afrontar un trayecto distinto.

Un trayecto distinto de quien se asombra de lo cotidiano cuando lo pinta el azar. De los caprichos de la entropía cuando —y ya es raro— los ocho coches que me perseguían se pintaron de rojo, del mismo rojo que el coche en el que yo iba.

Yo iba contándole la peripecia mientras la llevaba por la misma autovía hacia su lugar en el mundo, cuando —y no es nada raro— me entraron por el retrovisor sus ojos azules inmensos. Entonces, ella, respondiendo al entusiasmo de algo tan extraordinario que resulta inútil, hizo una exclamación con la sonrisa de su madre puesta en la boca.

Puesta en la boca como cuando —y ya no debe parecer tan raro— me explicó: «Quiere decir que no me impresiona lo que me estás contando, pero tampoco quiero que te quedes con cara de tonto». Y, efectivamente, no me sentí un tonto que cuenta lo cotidiano como si fuese extraordinario, sino como alguien que mira el mundo con otros ojos.

Con otros ojos, con esos ojos con los que habría sido imposible no sonreírle a su respuesta. «Guala» significa mucho más de lo que parece.

Mucho más de lo que parece, dejarse querer es un modo de querer. Como es otro modo de querer ese dejarse agradar que flota a veces en el aire de un coche atado a un mismo trayecto de la autovía que se repite incansable.

Se repite incansable mi corazón cuando me exige rumiar los actos de amor que me sacuden. Porque agradar y dejarse agradar son la misma forma de quererse. Y eso es lo extraordinario.

Lo extraordinario sería que tú que me lees, también, dijeras para tus adentros ¡guala!, y me siguieras leyendo como siempre me lees. Aunque sé que no te impresiona lo que digo.

Mucho más grave

Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo
y eso en verdad no es nada extraordinario
vos lo sabés tan objetivamente como yo
sin embargo hay algo que quisiera aclararte
cuando digo todas las parcelas
no me refiero sólo a esto de ahora
a esto de esperarte y aleluya encontrarte
y carajo de perderte
y volverte a encontrar
y ojalá nada más
no me refiero sólo a que de pronto digas
voy a llorar
y yo con un discreto nudo en la garganta
bueno llorá
y que un lindo aguacero invisible nos ampare
y quizá por eso salga enseguida el sol
ni me refiero sólo a que día tras día
aumente el stock de nuestras pequeñas
y decisivas complicidades
o que yo pueda o creerme que puedo
convertir mis reveses en victorias
o me hagas el tierno regalo
de tu más reciente desesperación
no
la cosa es muchísimo más grave
cuando digo todas las parcelas
quiero decir que además de ese dulce cataclismo
también estás reescribiendo mi infancia
esa edad en que uno dice cosas adultas y solemnes
y los solemnes adultos las celebras
y vos en cambio sabés que eso no sirve
quiero decir que estás rearmando mi adolescencia
ese tiempo en que fui un viejo cargado de recelos
y vos sabés en cambio extraer de ese páramo
mi germen de alegría y regarlo mirándolo
quiero decir que estás sacudiendo mi juventud
ese cántaro que nadie tomó nunca en sus manos
esa sombra que nadie arrimó a su sombra
y vos en cambio sabés estremecerla
hasta que empiecen a caer las hojas secas
y quede el armazón de mi verdad sin proezas
quiero decir que estás abrazando mi madurez
esta mezcla de estupor y experiencia
este extraño confín de angustia y nieve
esta bujía que ilumina la muerte
este precipicio de la pobre vida
como ves es más grave
muchísimo más grave
porque con estas o con otras palabras
quiero decir que no sos tan sólo
la querida muchacha que sos
sino también las espléndidas
o cautelosas mujeres
que quise o quiero
porque gracias a vos he descubierto
(dirás que ya era hora
y con razón)
que el amor es una bahía linda y generosa
que se ilumina y se oscurece
según venga la vida
una bahía donde los barcos
llegan y se van
llegan los pájaros y augurios
y se van con sirenas y nubarrones
una bahía linda y generosa
donde los barcos llegan
y se van
pero vos
por favor
no te vayas.

(Mario Benedetti, Poemas de otros, 1974)

Impersonal

Y todo para confesarte —por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas—, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme.

Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.

Estrictamente personal

El dolor o el cansancio traen a veces
un desmedrado desfallecimiento
unas ganas terribles de olvidar
todo lo que no sea intransferible
—personal como dicen— pero luego
no se distingue ya lo que es de uno
y el egoísmo llega a ser total
a invadir el dominio de otra gente.
Y hoy padezco por algo que no es mío
por lo que ocurrirá con una chica
que no me pertenece: que tan sólo
camina y lee; se equivoca y riñe
casi todos los días en su casa.
No: no es posible dijo; pero sé
que aún guarda mi retrato y que ahora entiende
mis palabras; que hace años la llevaron
a extrañas situaciones. Y me mira
desde un sillón distante sin decirme
qué será de su vida. De la mía
ya sé que nada bueno. Y como esto
mucho tiene que ver con mi neurosis
termino aquí el asunto y a la calle;
me bebo un buen café y a la puñeta.

(José Agustín Goytisolo)

Agosto

Entonces llegan las horas quedas

del entreacto del mediodía,

cuando se para la vida y apetece siesta.

Nos subimos a hurtadillas

al hogar del ascensor

para que sea de tu cuerpo el sudor

que me escurre por las costillas.

Para entrar en tu propio cielo ardiente,

quedarme encendido y mojado,

surtido y derramado, libremente encerrado

entre tus dos sonrisas diferentes

y perpendiculares.

Y aunque odio los veranos circulares

y el angosto calor de este sol,

me gusta cuando llega matando nubes,

mientras pasa la vida despacio,

mientras pasamos al amor,

pidiendo que te queme yo,

deseando que tú me sudes.

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