Ha cambiado el corazón de sitio. De la repisa de siempre, la que hay al lado de la ventana que unas veces da al norte y otras veces mira alguna playa, lo recogió con cuidado para llevarlo a otro lugar.

No le crecía bien, se estaba agostando en pleno septiembre. Cuando está mustio y descolorido, el corazón se hace agua en el barro del tiesto y la tierra se le ablanda alrededor. Entonces, se queda demasiado adentro, se le mete arena en los ojos y lo ve todo negro.

Cuentan los que saben que, en estos casos, un cambio de aires puede ser bueno; pero hay que hacerlo con cuidado, porque arrancarlo, trasplantarlo y echarle tierra nueva, siempre es un proceso traumático. No se pueden salvar todas las ramificaciones de las raíces que, a fuerza de años, son ya muchas, y sufre, por mucho cuidado con que se haga.

Pero si no, el final es irremediable y salta a la vista. El corazón se endurece, se enquista y se hace un bulbo que, si bien no estorba, late tan hacia dentro que apenas parece vivo. Vegeta, dura, resiste, pero no vibra, no impulsa la sangre, no cicatriza las heridas.

Ha cambiado el corazón de sitio. Pero ¿dónde ponerlo? Los viejos inquilinos nunca mueren y no se ve libre ningún otro tiesto. Tendrá que esperar metido en una caja al lado de alguna ventana nueva. El sol será el mismo, la tierra idéntica, el tiesto cada vez más viejo y el agua se irá salando conforme pase el tiempo.

Cambiar el corazón de sitio pero, ésta vez, al menos por ésta vez, no quier dejar nada completamente roto.

Mudanza

A fuerza de mudarme
he aprendido a no pegar
los muebles a los muros,
a no clavar muy hondo,
a atornillar sólo lo justo.
He aprendido a respetar las huellas
de los viejos inquilinos:
un clavo, una moldura,
una pequeña ménsula,
que dejó en su lugar
aunque me estorben.
Algunas manchas las heredo
sin limpiarlas,
entro en la nueva casa
tratando de entender,
es más,
viendo por dónde habré de irme.
Dejo que la mudanza
se disuelva como una fiebre,
como una costra que se cae,
no quiero hacer ruido.
Porque los viejos inquilinos
nunca mueren.
Cuando nos vamos,
cuando dejamos otra vez
los muros como los tuvimos,
siempre queda algún clavo de ellos
en un rincón
o un estropicio
que no supimos resolver.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1991)

El viento, más…

El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava,2002)