Cuando observo a la gente me fijo mucho en cómo ríen. Hay risas forzadas y risas que parecen florecer en la cara. Hay risas tímidas, hay quien ríe como por dentro y hay risas que explotan como una burbuja.
También he visto reír a lágrima viva, he visto reír compulsivamente empujado por los nervios o soltar una carcajada después de sentirse apuñalado. Por eso no creo que haya una risa sea más sincera que cualquier otra. La risa es un arma y puede usarse para defender la alegría o para matarla.
¡He reído por tantas cosas! He reído para intentar comprender el mundo, he hecho reír para conquistar un beso, he reído por no llorar. He reído para ablandar el corazón de otros y he reído para que no se me note la cobardía.
Ahora todavía me río por lo mismo. Y por alcohol y por maría. Pero he decidido elegir con quién me río. Supongo que en eso también hay algo de coquetería, que los huecos de las muelas que ya no tengo ayudan a reír en público con media boca.
Nunca me hicieron gracia los tropezones ni los chistes verdes. Pero cuando algo me produce ese cosquilleo que antecede a la carcajada, entonces tengo que huir a cobijarme en alguien para reírme a todo pulmón, porque reír hiere o es poco educativo o requiere a otro alguien que se ría también.
Reír solo es mucho más triste que llorar sin compañía. Porque llorar a solas es darse cuenta de que no te han entendido. Pero reír sin nadie alrededor es saber que no van a entenderte nunca.
Sin embargo, cada vez me río menos. No sé si es hormonal o producto de la experiencia, de este haber visto ya de todo, tan de todo, que la risa prescribe. O tal vez me haya vuelto insensible al sentido lúdico de la vida.
Aunque la razón más probable para que mengüe mi risa estriba en este ir perdiendo la inconsciencia, en esta manera de ir aprendiendo que, cada vez que me río por algo, en realidad, me estoy riendo de mí mismo. Y ese modo de autocrítica es muy sano, no digo que no, pero se acusa el golpe y prefiero dejar que la risa se diluya en la rutina. O en todo caso, sonreírme a mí mismo, como si me perdonara.
Lo que no he conseguido nunca, y no creo que nunca consiga, es reír sin gana. Y sin gana, tampoco he conseguido hasta ahora llorar.
Espero dar alguna vez con alguien que sea capaz de reír y llorar a la vez. Me encantaría aprender poco a poco.
Al otro lado
Te digo que esta vez lo digo en serio.
No consigo dormir, me asusta el tiempo
que tengo que pasar sin ver tu risa
liviana apoderarse de la casa.
Noche tras noche vienes y me dejas
más sólo que la luna. Ese recuerdo
me basta para hacer un melodrama
del día que me espera, sin un beso
que llevarme a la boca. Mi mujer
no sospecha de ti; sólo pregunta
de dónde ese aire huérfano, esa leve
sonrisa que me vuelve transparente
me llegan
y hacia dónde me conducen.
Ya no voy a fingir. Hoy es el día.
Esta noche nos vemos para siempre.
Cruzaré en un descuido la pantalla.
Me quedaré contigo al otro lado.(Eduardo García, No se trata de un juego, 2004)