Tenía yo una edad de esas que ya se confunden en la memoria cuando, en las copas de los nogales, a la hora en que todos los verdes se hacían el mismo, habitaban colonias inmensas de pájaros.

Entonces jugaba, siempre con pantalones cortos e imaginación larga, a castillos, a ladrones, a escondites. Casi siempre sólo, asunto que aún me queda pendiente de modificar, casi siempre con poca luz, casi siempre sin reloj.

Pero el sol, que era el albacea de mis pocas libertades, se decidía más tarde o más temprano a enviar señales para recogerme en la casa. Entonces veía los pájaros pasar por encima de mi cabeza y cobijarse también entre las copas frondosas y redondeadas de la plaza.

Me daba un poco de miedo ver los enjambres que volaban y piaban como llamándose al hogar, reconociéndose por la voz y por el aire de las alas, y sembrando las ramas de plumas que se iban quedando más quietas cuanto más noche caía sobre ellas.

Me gustaba, a esa hora oscura en la que se preparan las pesadillas y el mundo se hace pequeño alrededor de la luz de la luna, acercarme sigilosamente al pie de algún árbol y, una vez debajo, espantar con un grito a los pájaros.

¡Qué algarabía en el silencio de la noche! El árbol se desnudaba de repente y se vestía enseguida con los pájaros asustados en un revuelo que tapaba las estrellas y le ponía pecas a la luna redonda que mandaba en el cielo.

Me llamaban también a mí con un silbido —que yo nunca supe imitar— y volvía a casa para aseo, cena y libro. Dormir poco, más bien regular, que el insomnio es viejo amigo desde la infancia.

Aún me sigue gustando gritarle al aire de la noche para espantar los pájaros de mi cabeza. Claro que mis gritos de ahora, unas veces en verso y otras en prosa, ya no resuenan en las copas de los árboles, ni forman un revuelo caótico de plumas, ni alteran el silencio de la noche.

Aunque puede que todavía llenen de pecas la luna redonda de algunos ojos que, tal vez, un día, me llamen con otro silbido que nunca aprenderé a imitar y me tapen el insomnio.

Pero es duro gritarle al aire sabiendo que no habrá ya nadie a quien espantarle los pájaros.

¿No son pequeños…

[…]¿No son pequeños pájaros enloquecidos
estas breves palabras que te envío
a través de las tierras y a través
del Atlántico?
Recíbelos, bésalos, tócalos
y entrégales la magia de tu mejor sonrisa.
Yo estoy como caído, mejor,
como abrasado por una suave llama.
La llama en que te pienso a todas horas,
entre el himno de madera y metales
de la ciudad sin horas.

(Efraín Huerta, Los poemas del viaje, 1949—53)

Nota xxix

no están muertos los pájaros
de nuestros besos/
están muertos los besos/
los pájaros vuelan en el verde olvidar/
pondré mi espanto lejos/
debajo del pasado/
que arde
callado como el sol/

(Juan Gelman, Notas, 1979)