La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

mayo2024 (Página 1 de 2)

Cuidadosamente

Entre las rutinas huecas de esta tarde

me pareció ver tu sombra clara.

Estabas allí, delante,

cuidadosamente arreglada

para ser invisible al olvido

que te ocultaba la cara,

y transparente al recuerdo

que me la mostraba.

En los dobleces de la noche,

cosida con mimo a la almohada,

me ha parecido, en un pestañeo,

que tu ausencia me miraba.

Estabas allí, a mi lado,

cuidadosamente tumbada

para no espantarme del sueño

en el que te soñaba

mientras tu perfume, aquel,

me invadía las sábanas.

Atrapado en tu ternura,

en mitad de la madrugada,

he encendido las luces,

he dado un salto de la cama

y me he puesto a escribir

para que no te vayas,

para que sigas aquí,

en este papel-pantalla,

cuidadosamente escrita

entre mis palabras.

Autodefensa

Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón.

En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en una esquina.

De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.

Pero… ¿sabes?… Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora —y siempre— lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.

Porque aquellos que nos dejan, no nos dejan, sólo se nos adelantan en llegar a la meta. Y se quedan permanentes, invisibles, dentro de lo que somos y de lo que hemos sido, mientras juegan con nosotros al escondite de los recuerdos por entre las habitaciones de la memoria.

Nos queda una deuda pendiente que saldar con ellos, un compromiso ineludible que contrajimos al quererlos: que aunque puede ocurrir que la vida no sea mejor que esto, estamos obligados a empeñarnos en que lo sea.

****

Es muy madura para su edad, por eso me ha sorprendido verla llorar tan desconsoladamente. No podía hablar, tan solo asentía lánguidamente a todo lo que le decía cuando, cogida en mi regazo, le preguntaba que qué era lo que le dolía.

Hasta que, quizás un recuerdo perdido, quizás una lágrima más alta que otra, despegó los labios para decir entre sollozos: «quiero irme con mi mamá».

Cualquier otro día sólo hubieran sido gajes del oficio, marañas de niebla que se espantan con una llamada. Pero hoy —¡qué extraño es este noviembre frío y descarnado!— su tristeza me ha dejado helado y para entrar en calor he necesitado rebuscar en la memoria el juego de luces de una chimenea.

DEFENDER LA ALEGRÍA

Él siempre le hace caso, por lo menos lo intenta. Lo que le dice siempre tiene sentido, él siempre se lo encuentra, y lo procura.

Cuando le dijo: «No te instales en la tristeza, oblígate a pasarlo bien. Con lo que puedas, con lo que quieras, y con lo que te dejen», él extendió la agenda, dejó caer al suelo el peso que llevaba y empezó a rellenarla con películas, charlas, alcohol, música y magia.

Y sí, es verdad que así el tiempo pasa más deprisa, que uno se olvida de lo estrecho que deja el corazón un suspiro contenido, de la anchura que sucede a una risa fosforescente o al ritmo de una canción. Pero, más tarde, cuando las luces de la sala se encienden, cuando se oye el motor del coche arrancando, cuando el hielo deja de sonar en la copa, todo vuelve a ser como era, inexorablemente.

Él siempre le hace caso, lo intenta con mucho interés. Aunque no siempre le funciona, pero lo intenta a golpe de agenda y de memoria, a golpe de no darse cuenta de los quienes ni de los dondes, como si así se pudiera modificar la historia.

Lo último que le dijo lo lleva grabado en la retina: «Busca la alegría. Defiéndela, mi vida». Y lo intenta, lo intenta todo lo que sabe.

«Pero, mi vida», le dice en sueños justo antes de acostarse, «es que es muy difícil defenderla sin ti».

Propulsión

Nadie escoge el hueco, el hambre de los dedos,

la sed inacabable de mirar por las ventanas

para concentrar la resonancia del futuro.

Nadie escoge sentirse árido, torpe, abyecto,

susurrarse trayectos que dejan a medias el consuelo,

tenderse sobre la cama de las legañas

doblándose al dolor de unos labios nómadas

y en el vilo de corazones ajenos.

Nadie escoge el hueco, la grieta,

no se dejan ignorar las fieras y el tumulto,

el rigor que aprieta el nudo sobre el cuello,

las horas a las que se paraliza el ímpetu.

Pero tenemos que sembrar de sangre fría

la mirada propia, arrojarnos sin red a la vida,

saludar al fogonazo de la esperanza,

extender las otras manos vacías al aliento,

conservar entornado el destino, apaciguar el miedo,

desdeñar la mochila de andarse por las ramas.

Porque nadie escoge el hueco, tenemos

que abandonar los retales de toda sombra,

propulsarnos hacia la luz esquiva de otro sueño,

arder en los otros viajeros que transitan,

y andar con los ojos abiertos,

porque tampoco nadie sabe

el camino exacto de los encuentros,

pero siempre ocurren a la vuelta de una esquina.

Prodigios

Algunas veces, el universo cabe

en la palma de la mano

y al cerrarla, para que no escape,

la encontramos llena de otras manos.

A ratos, sin previo aviso,

el mundo hace un alto en el ángulo preciso

para anunciar el tiempo de los abrazos

y raramente, pero sucede,

consiguen escapar vivos

los sueños después de alcanzados.

Algunas tardes creo

que son posibles todos los milagros;

incluso que de vez en cuando la vida,

esta misma vida que nos separa,

me bese en la boca

con tus labios.

Cuatrocientos golpes

Él era un profesional de cierto prestigio local, tenía don de gentes y un físico agradable, según diversas opiniones femeninas.

Un día resolvió dar el salto. Dejó mujer, hijos, casa y empleo. Se fue a Madrid con una buena oferta de trabajo y decidido a convivir con su amante de toda la vida. Salió en todos los periódicos como noticia local y en todas las maledicencias, en portada.

Le he visto un año después, a lo lejos, tan a lo lejos como lo conocía… Y me han contado la resultante. Que su amante dejó de amarlo al tenerlo tan de cerca, que la buena oferta no era tan buena y que Madrid es demasiado Madrid para alguien de provincias. Que sus hijos no quiere ni verlo, pero que su ex está deseando que comparezca en el juicio. Y que vive en casa de sus padres porque el paro no da para un alquiler.

Los sueños no siempre se cumplen y, lo que se cumple, no siempre son sueños. Nadie puede decir, sinceramente, que está preparado para una experiencia parecida, porque es imposible levantar los pies del suelo sabiendo que va a romperse la cuerda.

El alma caritativa que corrió a relatarme el sucedido, quiso poner la guinda melodramática contándome, bajo secreto, una terrible confesión que le hizo el propio individuo: «Me he equivocado en todo y me queda toda la vida para pagarlo».

Mi interlocutor se quedó mirándome, como esperando algún comentario compasivo o perverso, otra puntilla para el árbol caído o una tirita para su lengua. O quien sabe si, al mismo tiempo, pretendía evaluar cuánto me afectaba el caso, indagando en la complicidad de mi respuesta.

Me acordé de la otra certeza, pero no se lo dije. En cambio, le expliqué que equivocarse en todo es tan difícil como acertar siempre. Esa es una irrefutable verdad de números.

Que la posibilidad de que la vida pueda ser peor que ahora, no hace que nos guste más la que tenemos, todo lo contrario, hace que nos sintamos todavía más atrapados y sin salida. Que si lo último que hay que perder es la esperanza, de lo primero que hay que deshacerse es de la resignación. Y que la vida es muy ancha, que le brotará por otro nudo una rama nueva.

Yo tampoco estoy preparado para eso, claro que no, nadie puede estarlo. Ni ha dejado de darme un miedo atroz el descalabro, pero ya no me paraliza. Lo que sí que estoy perdiendo del todo es la resignación. Y lo cuento sentado en el columpio, como el que estira los pies y los levanta del suelo para mecerse suavemente. O caer de boca en el charco que siempre hay debajo.

Quiero ver el mar, bañarme, embriagarme con sus olas y que me ponga horizontal el horizonte. Quiero ver el mar.

Aunque en cada abrazo salado que consiga darle todo el mundo me señale como a un desertor. Aunque sea ese mismo mar en el que me ahogue y me tenga guardados sus cuatrocientos golpes para dármelos uno a uno.

La otra certeza

Algunas veces,
el aire que impulso me deja sordo,
se arruga, se encoge, se frunce
hasta quedarse rancio.
Y no se apagan las velas cuando soplo.
Y aquel pastel, que parecía tan dulce,
lo mastico muy amargo.

Algunas veces,
la noche no empieza con caricias,
no rasga su velo con un susurro menor
y el rostro del amor
no se transfigura en orgasmo.

Es entonces
cuando más necesito un error.
Cuando más lo rebusco a fondo
con un ansia imposible,
urgido por la oquedad
que me crece en el pecho.

Y sólo me deja tranquilo —y solo—,
la necesaria, la imprescindible certeza
de haberme equivocado en algo.
Para ahuyentar la otra certeza,
la de esta nausea infinita
que me acusa, algunas veces,
de haberme equivocado en todo.

(Francisco José Pérez Rodríguez, La otra certeza)

La piel deshabitada

Hay caminos que el corazón recorre sin retorno, viajes del sentimiento que sólo tienen billete de ida, cambios minúsculos o gigantescos que no tienen vuelta atrás.

«La piel deshabitada» es una obra que pone voz a criaturas sobrecogidas y que habla de los encuentros como regalo, del amor como objeto de felicidad y sufrimiento, del esfuerzo de nadar río arriba para evitar las cataratas.

Es una obra extensa en la que da tiempo a analizar a quienes le rodean, a vestirse y desnudarse varias veces, empuñando las ausencias a veces como heridas y a veces como espada. Los personajes de la obra bailan entre palabras y canciones, sienten la impotencia y el arrebato, mudan de costumbres y de pieles.

De ahí el título, porque todos los episodios juntos parecen una colección de pieles que se han quedado deshabitadas y que sólo la memoria y un sentimiento profundo pero extraño, consiguen revivir todos los días durante unos minutos robados a la vida real, esa que nos mantiene locos y cuerdos, tiernos y huraños, nostálgicos y entusiasmados.

«La piel deshabitada» es un principio que no encuentra nudo y que vive aterrado por el desenlace. «La piel deshabitada», estimados espectadores, puede ser cualquiera, ésta misma que aquí les dejo, la que no se toca durante meses.

Puede pasarle también a ustedes.

Interrupciones

Te solivanta el teléfono inoportuno, un vecino que aparece para recordar viejos cigarros y exámenes nuevos. La chica que viene a dejar un regalo.

Entonces un rumano llama a la puerta pidiendo con gestos, un mensaje que llega con un pitido para que recuerdes llevar alguna cosa, la hora de cambiar la goma de sitio para el riego.

Quehaceres metidos en un horario áspero, en una tarde rellena, un fin de semana completo, un puente interminable. Un lunes festivo que te ataca, una semana santa que no lo parece, unas vacaciones que aprietan. Otras veces un viaje, una cita ineludible, alguien que te reclama y te necesita con urgencia.

Un niño que se acerca preguntando, un ruido por detrás de la puerta. A veces era un malentendido, una sombra de la memoria, una enfermedad de los otros, un ojo avizor al que despistar.

Inquieto miras por si hubiera un correo que no llega, un artículo que no se escribe, una mudanza que te deja sin herramientas, una desolación que te deja sin palabras, un descenso a algún infierno propio o ajeno.

Extrañas frases que se dejan a medias y producen significados difíciles, un espacio entre las palabras que escribes, una coma bien o mal puesta, un pensamiento que se cruza, el ratón que pierde las pilas, el copia y pega que no te permite, alguien que aparece en mal momento.

Relees un punto final tantas veces que consigues convertirlo en puntos suspensivos, la hora de los mensajes que pasa en vano, las manos que no saben qué decir, una lágrima que hace que se corra la tinta electrónica.

Ocurre que, a fuerza de interrupciones, se entrecorta el mensaje, se dispersa y, al llegar intermitente, dejas de percibirlo. Pero el mensaje, eso que quiero decirte, está aquí escrito, asolado por las interrupciones. Quizá lo encuentres y te lo creas.

Maletas (I)

Me gustaría meter en la maleta la primera vez que escribo este poema 274.

Las palabras116 no salen solas. Uno empieza a escribir con un chispa que vislumbra esperando que el texto arda solo. Y pasan las horas147, las noches y hasta los meses, y el texto que a uno le temblaba en el pensamiento no consigue encenderse.

Y si acaso se enciende, hay que retirar las cenizas antes de presentarlo, limpiarlo a los ojos del mundo.

Pero todos los poemas tienen una trastienda, un almacén lóbrego y lleno de polvo, que corro a ocultar debajo de la primera alfombra que pillo.

Uno nunca escribe lo que quiere, lo que le gustaría; sino lo que puede, lo que se deja.

Tengo la suerte, de tanto en tanto, de que hay personas que me hablan sobre el blog. Entonces, inocentemente, me dicen «me ha gustado mucho tu último post» o «resultaba un poco tristón» o «tiene rimas aunque sea prosa».

Y yo hago como que sé de lo que me hablan. Pero lo que desconocen es que olvido todo lo que escribo 18. Creo que, precisamente, para eso lo escribo, para soltarlo, para sacarlo de dentro y verlo flotar alejándose.

Sea por una cosa o por otra, cuando me dicen inesperadamente, en alguna reunión de amigos, en algún evento al que acudo, que lea algo mío, algo que pueda recitar improvisadamente, siempre tengo que decir que no. Y aunque creen que mi actitud es modesta —o todo lo contrario—, lo que no saben es que tengo muchos problemas de memoria 157.

Maletas (II)

En este movimiento de paquetes y maletas, me echo a las espaldas las mentiras. Porque mentir, que es el oficio más antiguo del mundo(141), es un modo de vivir con intención literaria172.

Hablo del tiempo sin escribir137 buscando alguna cita-cine226.

O, entre usted y yo148, quizás debería decirlo al revés, para dejar de sentirme ridículo160.

Me llevo la piel deshabitada329, los momentos en que hierve el agua142, mi corazón de madera163.

Porque siempre es entre costuras156 cuando sucede el incendio. Por si una mujer con abrigo244 me guarda en su sobre rojo167 una mentira piadosa207 que es copia fiel del original176. Para que me dure el veneno212, por si consigo que las preposiciones deshonestas211 se conviertan en cuestiones de tacto166.

Tengo un termómetro en los labios55 con el que quiero llevarme la brevedad162.

Maletas (III)

Tiempos de angustia me llevo en este cargamento.

Nunca estuve allí 23 es el relato de cómo me vi envejecer de golpe, aprovechando también el título de una película que me gustó mucho «El hombre que nunca estuvo allí» y que trataba sobre un barbero fumador americano que casi no hablaba.

No es que eche de menos aquel periodo intenso, pero hay momentos en la vida que te hacen ver con claridad lo que pasa a tu alrededor y cual es el sitio que quieres tener en el mundo.

Siempre estamos en tránsito24 (como aquel fantástico disco de Serrat), pero algunas veces, por fin, sabemos hacia donde queremos ir y qué es eso que echamos tanto de menos.

Y puede suceder que nos damos cuenta con estupor y tristeza, que ya no nos pasa nada grave.

Aprendí a hablar solo hace ya mucho tiempo. Creo que desde siempre he hablado solo6.

Lo nuevo fue hacerlo en voz alta. De ahí que me lleve para la mudanza este soliloquio10 que tanto bien me hizo, aunque hace meses que ya no lo necesito. Me lo llevo por si acaso vinieran otra vez tiempos de angustia.

A pesar de los versos de Machado, pensaba que era cosa de locos. Y es que tal vez yo lo estaba. Pero, al irse desgastando la saliva sin interrupciones330, sin ojos de plato que te escuchen como jueces, parece convertirse poco a poco en un bálsamo para las dudas.

Y el paisaje hace el resto. Engulle los dobleces del corazón y los nudos de la memoria que uno va soltando paso a paso mientras recorre la tarde equivocada64.

Si pudiera, también empaquetaría para llevarme aquel río.

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