La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

junio2024 (Página 1 de 3)

Todos los besos son derrotas

La ciudad extiende sus brazos por debajo de los días y de las noches, enciende cuestiones de trabajo, vulnera discusiones, atascos y llena de semáforos oscuros la piel de los pasos de peatones.

Llego de nuevo a esta ciudad, que raramente sale en las televisiones, sin haberme ido del todo, sin apenas haberme quedado un poco perdido en sus rincones. Me escucha pasear a malas horas, hacer cola en la taquilla de las ilusiones, asfaltando el final de las historias. Vago por la ciudad de cemento y ascensores como pirata del caribe perdido en una obra.

Todos los besos son derrotas, todos los besos pierden aunque parezcan ganadores, cuanto más saben a gloria los besos, más señalan a los perdedores.

Voy llenando de cruces rojas la ciudad de mis labios que guardo en un mapa de Granada, como escribo vivas en la memoria de todas las cosas que no existen y de aquellos besos que me diste sabiendo que eran sombras.

La ciudad y sus brazos de calle van alargando su longitud de onda. Pero nunca terminan de abrazarme cuando todos los besos son la misma derrota que flota en el aire.

Besos en la multitud

En medio del apretujamiento
Del calor de tantos
Te volviste hacia mí
Me besaste
Tu beso nos dejó solos
En la multitud
Hizo sin palabras
Las palabras

(Gioconda Belli)

Rutinas

La vida se resume en costumbres, en una retahíla de rutinas. Del tiempo que transcurre, pasamos la mayor parte enfrascados en labores repetitivas, periódicas, que hacemos sin recordar cuando aprendimos y sin plantearnos si se puede prescindir de ellas o hacerlas de otro modo.

Te levantas a la misma hora de todos los días, te duchas como todos los días, desayunas lo de siempre, coges el coche o la escoba, vas a las mismas tiendas a comprar las mismas cosas… Saludas a los de siempre, que te reciben como siempre.

Llamas o te llaman los mismos números, tomas alimentos idénticos a los que siempre comes, te echas una siesta repetida o lees la misma novela con títulos diferentes, ves la misma cadena en la tele, los mismos programas…

Escuchas las mismas músicas, los mismos ruidos de la calle. Ves a las mismas personas que ves siempre y te comportas como siempre con ellas. Y así hasta que te acuestas y duermes o no, como siempre.

La vida se resume en costumbres y los hombres nos resumimos en manías. Podría ser menos áspero y, en lugar de manías, decir que son preferencias, gustos, afinidades… Y puede que así comiencen, pero acaban siendo manías que se instalan y a las que es muy difícil expulsar.

Dejas los zapatos en el mismo sitio, eliges no mezclar el tomate con la lechuga, dejas para el final lo que menos te gusta o lo pones al principio.

Te levantas y miras a la ventana. Bajas y miras a la ventana. Comes y miras a la ventana. Fumas y miras a la ventana… Preferencias que se vuelven manías cuando, obviando el hecho de que no verás nada desde la ventana, siempre que subes las escaleras, miras…

Costumbres y manías que estoy intentando cambiar poco a poco, como a mi me gusta que ocurran las cosas, pero que se me resisten y se me quedan pegadas en los relojes y, sobre todo, en los dedos. Costumbres, rutinas, que pierden el sentido y se convierten en obligaciones y manías a las que uno es adicto.

Cuesta mucho esfuerzo este cambiar poco a poco el escenario de una vida que se deshace en rutinas y en adicciones. Demasiado esfuerzo para tan poco éxito en el cambio, para tanta lentitud de los resultados…

Algunos días me levanto con ganas de volverme a acostar. Y, sin embargo, las rutinas atacan, las manías invaden… y hay días que son idénticos a las nubes que se forman en mi cabeza.

Un día de estos, al levantarme, me acostaré.

Preferencias

Se prefiere la carne o el pescado, los colores, las estaciones… Los caballeros las prefieren rubias, los demás nos conformamos con encontrar.

¿Qué color es el que más te gusta? ¿Qué comida te abre siempre el apetito? Hay razones antiguas, en olores de viejas cocinas familiares mal ventiladas, en los ojos de una chica que se abrieron de par en par cuando apareciste con tu camisa verde, en la placidez del instante en que te dieron a probar un determinado té…

Razones aleatorias que transformamos en fundamentales sin tener ni la más remota idea de que perdurarán muchos años. Razones aleatorias que, sin saber bien el mecanismo, en lugar de pasar como sombras, como tantos otros instantes que se pierden en la memoria, se nos quedan en ella para siempre.

Y, cuando el tiempo pasa, cuando uno ya no se acuerda por qué prefiere lo que prefiere pero continua profiriendo su preferencia a todas horas, dejan de existir las causas y, simplemente, se acepta que eso es lo que uno prefiere.

Sucede también, que las preferencias se transfieren, que nos gustan aquellas cosas que les gustan a quienes preferimos. Nos contagiamos, ellos son el impulso para cada nueva preferencia cuyo origen se olvida sin más. Y, cuando nos inventamos unos a otros, tan mal que parecemos de verdad, adquirimos mutuamente preferencias inventadas a la vez, por los dos.

Este es, a mí me lo parece, el mayor misterio del mundo en el que vivo, que no sé si será el real o uno inventado. Porque se prefiere lo que se prefiere, uno hace lo que hace y deja de hacer lo otro.

Pero si se mira en el interior, si uno desestima todas esas razones fáciles de encontrar en la memoria o bien, si las analiza a fondo, hay que darse cuenta, nuevamente, de que preferimos por azar.

Y por azar, también, somos preferidos. Pero aunque nos guste creer que hay una razón única, individual, específica, que nos hace ser preferidos por alguien, lo cierto es que todo se lo debemos al azar propio y al de los demás.

¡Qué inquietante sensación! La de no saber en qué momento van a dejar de preferirte, ni por qué. Da igual lo que se haga, la lucha o el esfuerzo por ser preferido, el balance de méritos y de decepciones, la monotonía o la sorpresa de los vínculos y las afinidades, porque nadie puede controlar el azar y sus secuelas.

Por eso, preferir a quien te prefiere, siempre es una suerte, siempre es azar de felicidad. Mientras dure…

Besar a reñir, palpar a pisar, volar a correr. Yo también prefiero un polvo a un rapapolvo y los caminos a las fronteras. Incluso aunque los caminos se recorran en solitario.

Leerte siempre es abril (I)

Me acabo de enterar que a Alicia Choin le han ofrecido publicar sus poemas. No me sorprende en absoluto, lo raro es que no se lo haya planteado mucho antes. Y ella dice que no lo tiene claro, que no sabe qué hacer.

Pues esto es lo que sabe hacer…

A ciencia cierta

No me avergüenza decir que mido el tiempo en besos.
Tus labios son el reloj que avanza al ritmo que marca la lengua.
Amanece con tu mirada y cae la noche cuando te vas.
Son las leyes de mi ciencia. Tan cierta
como que el universo ya no es infinito y se limita a tú y yo.
Y no hay más atmósfera que la que envuelve nuestro deseo.

¿Sabes? A veces pierdo la noción. Y no sé, ni me importa,
si afuera es primavera, verano, otoño o invierno.
Solo llueve de tu boca y florecen girasoles en mi pecho.
No hay más pájaros que las manos que revolotean mi piel,
ni otro deshielo que no sea el del susurro de tu voz.
Me parece escuchar a los demás debajo del agua,
como si nuestro mundo fuera ajeno.

Y, cuando te entregas, te espero con la ilusión
de la adolescente que espera su primera carta,
cuando todavía se escribían cartas,
y acudo con la llave de los besos a abrir
lo que me deja el azar vestido de mensajero.

Y así pasan mis días. Intentando saltarme
la página en blanco de las horas con un compás,
como aquel con el que hacíamos círculos aburridos
en el papel de una clase que sabía a vacío.
Merece la pena. Luego te veré al dorso,
y haré garabatos en tu espalda,
aunque sea con letra pequeña y tan solo un instante
para no dejar huella.

Da igual que fuera haga frío o calor, que nieve o truene.
Ya te digo que mi tiempo cae en forma de besos.
Será por eso que siempre es abril cuando estoy contigo.

(Alicia Choin)

Leerte siempre es abril (y II)

Todo el mundo se lo dice de diferentes modos, cada cual a su manera: no pierdas la ocasión, danos el gusto y publica. Estamos esperando ver tus poemas en un libro. Yo también te lo digo, también a mi manera…

LEERTE SIEMPRE ES ABRIL

A Alicia Choin, con toda mi envidia.

Me pregunto cómo fluye la sangre

debajo de tu piel cuando te leo,

de dónde burbujean los versos

que se te escapan de las manos,

cómo es que consigues huir

hacia la gran pregunta del deseo

para responderla entornada,

cerrarnos los ojos y abrirnos el sueño.

Me pregunto cómo miras tan desde dentro

que consigues salir tan afuera,

cómo mueves los dedos cuando incendias

los renglones con humedad en llamas,

qué parte del otro lado de las palabras

dejas aterida en el silencio.

Me pregunto cómo tiembla el papel

por debajo de tus versos

cuando lo estiras hacia esas mariposas

—que no saben aletear en el desierto—

pero que a ti te vuelan más allá.

Me pregunto por qué te escondes

si leerte siempre es abril, perder

la noción y los pájaros, descifrar una rosa

en la frialdad del desierto

y amar en círculos.

Me pregunto por qué nos ignoras,

por qué no te derramas en un libro

para que podamos creer en el espejismo,

sentir el tumulto de que nos miras,

medir el tiempo en tus versos

y página a página, palpar la envidia

de todos esos humedales en los que andas

desnudándote a la vida.

Tengo un ángel de la guarda

Siempre acierta. Olvida o recuerda, llama o no llama, baja o no baja, pero siempre acierta.

Entonces salgo a su encuentro y revolotea a mi paso, eso sí, sin levantar los pies del suelo. Me pregunta y me responde, me hace preguntarme y se responde, me cuenta y le cuento.

Me ha sacado de mis pensamientos hacia la tarde, me ha devuelto la risa a su temperatura exacta y me ha señalado con inocencia las señales de lo evidente, lo que todo el mundo cree ver menos yo. Y yo le he dicho que no. Nos contamos la verdad o no nos contamos.

Hemos explicado baches de la carretera y accidentes de cerveza o de vino. Y yo he recordado mientras estaba con él, mientras estaba en él, a todos los que alguna vez me han cambiado la vida. La lista, que no es una lista sino una red, es bastante ancha, no creas, como la de cualquier otro ser humano.

Tengo un ángel de la guarda y hoy ha sido su santo. ¡Felicidades!

La verdadera historia imaginaria de Pitufo Gruñón

Pitufo Gruñón —que nunca estuvo muy contento con que le llamasen así, como su propio nombre indica— siempre quiso ser cocinero. Pero nunca se le dio bien congeniar nada, menos aún los sabores en la comida, y no tuvo más remedio que cambiar de vocación acuciado por una úlcera lacerante que agravó su mal carácter.

Decidió intentar un cierto flirteo con la filosofía. No le iba mal del todo porque discutir era lo suyo, hasta que se topó con Kant. Primero lo abordó con una edición traducida al idioma pitufo que, como todo el mundo puede imaginar, era incomestible hasta para las cabras. Nunca sabremos qué habría pasado si hubiese continuado hasta Hegel o le hubiera dado por leer a Nietzsche…

Bastante desmotivado, tuvo la suerte de encontrar en Pitufina un apoyo para sus pesares. Ella fue la que le aconsejó dedicarse a algo de provecho y se hizo constructor de setas de protección oficial. Y le quedaron unas setas muy monas con ático y en primera línea de playa. Pero cuando los compradores, al verla, le señalaban algún defecto de fabricación, él se enfadaba y los tiraba por la ventana. Y claro, entre juicios e inversiones, no vendió ni una escoba y el Bankpitufen se acabó quedando con su negocio.

Pero, ya se sabe, la suerte cambia de lado cuando menos te lo esperas y, ahora, Gruñón está encantado con su nuevo trabajo en un pitufigrama de televisión. Ha creado estilo, se siente como en su salsa dando voces y poniendo verde a todo el mundo, con un éxito espectacular.

Arrasa en las audiencias, puede decir lo que quiera sin que le demanden y nadie le pide nunca que demuestre nada de lo que se inventa. Sí, por fin ha encontrado su rincón en el mundo, contando chismes de Papá Pitufo, sacando del armario a Fortachón y llevando la cuenta de los novios de Pitufina y de lo que le dura cada uno. Es un gran pituriodista del corazón.

¡Qué vueltas da la vida! Cincuenta años después —nadie podía haberlo imaginado—, es él quien persigue a Gárgamel con un micrófono en la mano. ¡Vivir para pitufiver!

Pero, eso sí, desde que se extinguieron los corderos en la pitufiselva del corazón y sólo quedan lobos, no seré yo quien critique su negocio de compra-venta de escándalos. Porque el treinta por ciento de la audiencia no puede estar equivocada. Ni mil millones de moscas, tampoco.

Punto de partida

Es cierto que pasamos, que después quedan las huellas, que se mira atrás cuando no se ve nada claro lo que hay delante. Que nada se aleja más que el pasado, que nada duele, sin embargo, tanto como aquello que no se hizo.

Reflexiono mientras paseo por esta orilla, busco los puntos de inflexión que me trajeron a esta curva, repaso las encrucijadas que me atraparon y recuerdo con cierta nostalgia su esplendor y su miedo.

Me voy echando a las espaldas mi propia inconsistencia, el arcón de los defectos y la sal de alguna lágrima que se me pudrió dentro sin llegar a ver la luz. Me miro y me sorprendo —¿quién es este que voy a ser?—, me noto cambiar pero sigo en el centro, me noto vivir y morir a la vez.

Adoro esta incertidumbre que me mantiene despierto, disfruto mirando este desierto que me espera cálido y amenazante, este trayecto que no tiene más caminos trazados que los que dejan mis pisadas erráticas, torpes, sonámbulas, pero hechas a la imagen y semejanza de mis pies.

He dejado de caminar recto y, sin embargo, sé que no estoy más perdido de lo que antes estuve. He perdido la prisa porque ya nadie me espera, porque yo sí que espero todo. Mantengo el miedo a llegar, no consigo sacudírmelo, pero he perdido el miedo atroz que me daba llegar solo.

De momento, sólo pretendo ocupar el espacio. Con eso me conformo hasta la siguiente cuenta atrás, hasta la próxima huida, hasta las equivocaciones que me acechan, hasta ese punto de partida que aún está por venir o por deshacerse en arena.

Autobiografía

Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

(Luis Rosales, Rimas, 1951)

B de boda

Una boda del siglo, como todas las bodas del siglo. Una boda que pasará a la historia, a esa historia de los ricos que tanto aborrezco. La historia que escriben los vencedores, la que resume el dolor en un par de edictos, la que ignora el sudor y el hambre al mirar las vidrieras preciosas de un gran edificio para la ostentación.

La historia de la guerra, de esa guerra interminable que siempre pierden los mismos. La voracidad de las cámaras mide la huella que dejará esta boda en los anales de lo insustancial. Se derramará tinta vegetal por todos los poros de los periódicos solícitos ante la muchedumbre, manchará las portadas de las revistas que no tienen otra cosa de qué hablar; evaporará minutos en los telediarios y oscurecerá un poco la crisis, la feria de las vanidades políticas y hasta las bombas santas que siempre que matan nos pillan comiendo.

A contrahistoria, quiero contar un cuento minúsculo, de esos que se olvidan enseguida. Un cuento de una niña que solo tiene un nombre y que apenas sabe escribirlo. Una niña que anda por los pájaros y, al mismo tiempo, mete los tobillos en el barro con esa naturalidad que da saber de lo que se habla.

Pues esa niña, cuando hoy se ha enfrentado a la alta dignidad de las pizarras y a su seriedad escolar de métodos y programaciones, le ha enseñado a su maestro lo que no se quiere ver, lo que ella ve sencillamente, sin más vacilación ni búsqueda del éxito.

Y efectivamente, no quedará en los libros de historia ni en las enciclopedias burguesas venidas a menos, que el maestro ha aprendido por fin y de una vez, que la B es la letra que tiene tetas.

Si ella hubiera visto la boda, habría dicho lo que ve, lo que los demás ignoramos que vemos. Ni boda del siglo, ni señora marquesa, ni Vitorio ni Luccino. Habría dicho lo que ve: que las abuelas ricas se casan, más que nada, por joder.

La búsqueda real

Érase una vez una princesa, guapa y dulce, pero triste, muy muy angustiada con un problema y con muchas incertidumbres.

Un día, la princesa decide ir por el reino contando su problema a ver si alguien le ofrece una solución a sus males, que son los mismos males de todos.

Cuando se lo contó al juez, recibió una sentencia fría y sin azúcar.

Cuando se lo contó al médico, recibió un diagnóstico ambiguo.

Cuando se lo contó al sicólogo, recibió una larga y extenuante terapia.

Cuando se lo contó al farmacéutico, recibió pastillas posiblemente adictivas.

Cuando se lo contó a su hermana, recibió una fe posiblemente verdadera.

Cuando se lo contó a sus padres, recibió la preocupación de la impotencia.

Cuando se lo contó a su marido, recibió el cariño de la incredulidad.

Cuando se lo contó a otras esposas, recibió consejos por empatía.

Cuando se lo contó a su amante, recibió besos tibios como excusa.

Cuando se lo contó a una amiga, recibió pena por compasión.

Cuando se lo contó a otra, recibió problemas ajenos por sordera.

Cuando se lo contó al funcionario, recibió una baja laboral por depresión.

Cuando se lo contó a la maestra, recibió lecciones sobre otro tema.

Cuando se lo contó al sacerdote, recibió la absolución por penitencia.

Cuando se lo contó al poeta, recibió rimas sobre la primavera.

Cuando se lo contó al bebé, recibió ternura hecha de gorgoritos.

Cogió todo lo que había recibido y lo revisó minuciosamente esperando encontrar la solución. Pero no consiguió encontrarla.

Por ese tiempo, había también un príncipe triste por todas sus angustias y sus dudas, que decidió algo parecido pero contrario: fue por el reino preguntando preocupaciones a sus súbditos, esperando encontrar a alguien que tuviera también las suyas.

El juez le confesó que había sido víctima de una injusticia.

El médico le explicó su desorden fisiológico.

El sicólogo le contó el aburrimiento que sufría en las terapias.

El farmacéutico le explicó sus propias contraindicaciones.

Su hermana le habló del espesor de la sangre que se diluye.

Sus padres le confesaron el secreto de las croquetas.

Su mujer le explico el desamor verdadero.

Sus hijos le abrumaron con el reparto de la herencia.

Su amante le habló de la incomodidad de los escondrijos.

Una amiga le explicó cuánto duele lo perdido, y otra, cuánto duele no poder perder lo ganado.

El recepcionista le contó su problema de insomnio.

La maestra le contó la angustia que le producía su ignorancia.

El sacerdote lloró en su hombro una falta de fe.

El poeta le confesó su amor por los números.

Y el bebé sonrió ajeno a sus preguntas.

De este modo, recogió aquellos problemas intentando reconocer los suyos, pero no lo consiguió.

A veces sucede en los cuentos, y en la vida real, que una princesa que deambula se topa contra la barra de un bar y, al mismo tiempo, hay un príncipe que se asoma dentro de su escote. Y puede suceder que se pregunten, que se contesten, que confiesen y que investiguen las cosas que tantas vueltas le dan en la cabeza.

Y los príncipes de este cuento, que eran de reinos alejados y distintos, se contaron sus historias respectivas, sus periplos personales, sus búsquedas y sus resultados… Y sucedió que en ese entresijo de intimidades, se olvidaran de sus reinos y de sus coronas. Incluso podría decirse que se olvidaron por un momento de sus problemas al despojarse de la ropa y besarse desnudos.

Conozco bien lo ocurrido porque soy el narrador de este cuento tan real pero fantástico. Y como lo conozco, sé que se despidieron felices después de haberse tocado el corazón. Porque hay problemas imaginarios que solo pueden solucionarse olvidándolos y hay asuntos en este mundo que solo puede enviarlos al olvido otro asunto mayor, o mejor, o más nuevo.

Y se fueron sabiendo lo que es imprescindible tener muy claro: que los seres humanos sólo dan lo que saben dar y que uno sólo recibe aquello que sabe recibir. Porque ella le dio preguntas y él ofreció sus oídos. Porque él recibió sus propias dudas y ella encontró sus misma angustia. Porque, en fin, solo sabemos dar eso que estamos acostumbrados a recibir.

Sus problemas continuaron, eso sí por separado, porque así continúan todos los problemas incluso después de un colorín colorado. Pero, ciertamente, las perdices se alegraron mucho de estos nuevos tiempos que corren en los cuentos.

Yo no lo sé de cierto

Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
algún día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.

Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.

Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.

(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo)

(Jaime Sabines, Horal, 1950)

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