Una boda del siglo, como todas las bodas del siglo. Una boda que pasará a la historia, a esa historia de los ricos que tanto aborrezco. La historia que escriben los vencedores, la que resume el dolor en un par de edictos, la que ignora el sudor y el hambre al mirar las vidrieras preciosas de un gran edificio para la ostentación.

La historia de la guerra, de esa guerra interminable que siempre pierden los mismos. La voracidad de las cámaras mide la huella que dejará esta boda en los anales de lo insustancial. Se derramará tinta vegetal por todos los poros de los periódicos solícitos ante la muchedumbre, manchará las portadas de las revistas que no tienen otra cosa de qué hablar; evaporará minutos en los telediarios y oscurecerá un poco la crisis, la feria de las vanidades políticas y hasta las bombas santas que siempre que matan nos pillan comiendo.

A contrahistoria, quiero contar un cuento minúsculo, de esos que se olvidan enseguida. Un cuento de una niña que solo tiene un nombre y que apenas sabe escribirlo. Una niña que anda por los pájaros y, al mismo tiempo, mete los tobillos en el barro con esa naturalidad que da saber de lo que se habla.

Pues esa niña, cuando hoy se ha enfrentado a la alta dignidad de las pizarras y a su seriedad escolar de métodos y programaciones, le ha enseñado a su maestro lo que no se quiere ver, lo que ella ve sencillamente, sin más vacilación ni búsqueda del éxito.

Y efectivamente, no quedará en los libros de historia ni en las enciclopedias burguesas venidas a menos, que el maestro ha aprendido por fin y de una vez, que la B es la letra que tiene tetas.

Si ella hubiera visto la boda, habría dicho lo que ve, lo que los demás ignoramos que vemos. Ni boda del siglo, ni señora marquesa, ni Vitorio ni Luccino. Habría dicho lo que ve: que las abuelas ricas se casan, más que nada, por joder.