La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

5. Mudanza (Página 1 de 6)

Testamento de humo

Las palabras vertidas, derramadas, escanciadas sobre versos que apenas apagan la sed que me devora, las miradas perdidas y encontradas, los gestos dibujados a la sombra del azar que nos enreda, todas las horas que se me espesan en ausencias interminables.

El nombre imposible de las cosas, la temperatura silenciosa a la que me hierven los sueños, el espacio secreto al que me llevan tus ojos, los nervios sofocados, esta mansedumbre que simula derrota, el desvelo y el insomnio, el enjambre de los dedos que teclean cuando te buscan, y esta ternura que nada vale, es todo lo que puedo dejarte.

Testamento de humo que se pierde en el aire.

Esqueleto

Este esfuerzo de armonizar palabras,

encontrar el acento,

subrayar el silencio y enhebrar el énfasis,

conmoverse y verse como desde fuera de la escena

para luego volver a entrar dentro,

este añadirte a los versos en la intención disparada,

en la letra consabida, en la atracción que quizá

ejerzan sobre el otro universo posible,

esta manía de esculpir para siempre

encuentros fugaces, de llamar a las cosas

por su otro nombre desconocido

para remover la sopa de la vida,

esta necesidad de encontrar renglones

de la talla precisa, este ímpetu

que despeluzna los instantes que toca,

este modo desenfocado de levantar

acta de la distancia,

este palpar lo real en el deseo

de lo imaginario,

esta confusa fritura de conceptos

en témpura de nubes, este caos

que siempre está al borde

del riguroso orden alfabético,

esta, en fin, silueta del destierro

que te está esperando aquí escrita,

no tiene nada que ver con la poesía.

Es mi esqueleto.

Ruina

[…]Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.

Prepara tu esqueleto;
hay que buscar de prisa, amor, de prisa,
nuestro perfil sin sueño.

Federico García Lorca)

Empeño

Indolente, inocente acaso, había pasado por la vida sin tener ningún objetivo. Despreciaba las metas con el mismo odio profundo que el del farolillo rojo del pelotón de los ciclistas.

Nunca se propuso nada, todo lo dejaba al arbitrio de un azar que, por suerte o por desgracia, le disparaba al corazón y le acertaba de lleno, pero con balas de fogueo. Incluso el dolor de los tropiezos llegaba tarde a sus citas con el insomnio.

Ensimismado, ausente, perdido del mundo entre fantasías, se dejaba mecer por la ironía de las cosas pequeñas, que él convertía en gigantes con los que moler los granos de arena que se acaban haciendo montañas.

Ahogado en su desidia, le llegó la crisis, la crisis, como a todos aquellos que van por la auto-vi(d)a pasando de cuarenta. Una crisis contra la que su despreocupación y su apatía no tenían nada que hacer, entre otras cosas, por pereza.

Nunca se había empeñado en nada, hasta aquel día en que, al mirar aquellos ojos oscuros, se dio un chapuzón en la ternura con que le miraban. Y le gustó la sensación como niño que prueba la miel hecha chupete.

No lo decidió en un momento, tardó en sacudirse el hastío de no sentirse vivo, pero al final se empeñó, como si le fuese la vida en ello. Y muy posiblemente, es que le iba.

Así que, aquel mediodía, cuando salió de la casa de empeño después de haber cambiado el peso de su pasado por un sueño (y un paquete de pañuelos por si tocaba llorar), sintió que la brisa le decía que nunca es tarde para empeñarse en imposibles y que hay cosas peores que fracasar.

Gritarle al aire

Tenía yo una edad de esas que ya se confunden en la memoria cuando, en las copas de los nogales, a la hora en que todos los verdes se hacían el mismo, habitaban colonias inmensas de pájaros.

Entonces jugaba, siempre con pantalones cortos e imaginación larga, a castillos, a ladrones, a escondites. Casi siempre sólo, asunto que aún me queda pendiente de modificar, casi siempre con poca luz, casi siempre sin reloj.

Pero el sol, que era el albacea de mis pocas libertades, se decidía más tarde o más temprano a enviar señales para recogerme en la casa. Entonces veía los pájaros pasar por encima de mi cabeza y cobijarse también entre las copas frondosas y redondeadas de la plaza.

Me daba un poco de miedo ver los enjambres que volaban y piaban como llamándose al hogar, reconociéndose por la voz y por el aire de las alas, y sembrando las ramas de plumas que se iban quedando más quietas cuanto más noche caía sobre ellas.

Me gustaba, a esa hora oscura en la que se preparan las pesadillas y el mundo se hace pequeño alrededor de la luz de la luna, acercarme sigilosamente al pie de algún árbol y, una vez debajo, espantar con un grito a los pájaros.

¡Qué algarabía en el silencio de la noche! El árbol se desnudaba de repente y se vestía enseguida con los pájaros asustados en un revuelo que tapaba las estrellas y le ponía pecas a la luna redonda que mandaba en el cielo.

Me llamaban también a mí con un silbido —que yo nunca supe imitar— y volvía a casa para aseo, cena y libro. Dormir poco, más bien regular, que el insomnio es viejo amigo desde la infancia.

Aún me sigue gustando gritarle al aire de la noche para espantar los pájaros de mi cabeza. Claro que mis gritos de ahora, unas veces en verso y otras en prosa, ya no resuenan en las copas de los árboles, ni forman un revuelo caótico de plumas, ni alteran el silencio de la noche.

Aunque puede que todavía llenen de pecas la luna redonda de algunos ojos que, tal vez, un día, me llamen con otro silbido que nunca aprenderé a imitar y me tapen el insomnio.

Pero es duro gritarle al aire sabiendo que no habrá ya nadie a quien espantarle los pájaros.

¿No son pequeños…

[…]¿No son pequeños pájaros enloquecidos
estas breves palabras que te envío
a través de las tierras y a través
del Atlántico?
Recíbelos, bésalos, tócalos
y entrégales la magia de tu mejor sonrisa.
Yo estoy como caído, mejor,
como abrasado por una suave llama.
La llama en que te pienso a todas horas,
entre el himno de madera y metales
de la ciudad sin horas.

(Efraín Huerta, Los poemas del viaje, 1949—53)

Nota xxix

no están muertos los pájaros
de nuestros besos/
están muertos los besos/
los pájaros vuelan en el verde olvidar/
pondré mi espanto lejos/
debajo del pasado/
que arde
callado como el sol/

(Juan Gelman, Notas, 1979)

Cambio de sitio

Ha cambiado el corazón de sitio. De la repisa de siempre, la que hay al lado de la ventana que unas veces da al norte y otras veces mira alguna playa, lo recogió con cuidado para llevarlo a otro lugar.

No le crecía bien, se estaba agostando en pleno septiembre. Cuando está mustio y descolorido, el corazón se hace agua en el barro del tiesto y la tierra se le ablanda alrededor. Entonces, se queda demasiado adentro, se le mete arena en los ojos y lo ve todo negro.

Cuentan los que saben que, en estos casos, un cambio de aires puede ser bueno; pero hay que hacerlo con cuidado, porque arrancarlo, trasplantarlo y echarle tierra nueva, siempre es un proceso traumático. No se pueden salvar todas las ramificaciones de las raíces que, a fuerza de años, son ya muchas, y sufre, por mucho cuidado con que se haga.

Pero si no, el final es irremediable y salta a la vista. El corazón se endurece, se enquista y se hace un bulbo que, si bien no estorba, late tan hacia dentro que apenas parece vivo. Vegeta, dura, resiste, pero no vibra, no impulsa la sangre, no cicatriza las heridas.

Ha cambiado el corazón de sitio. Pero ¿dónde ponerlo? Los viejos inquilinos nunca mueren y no se ve libre ningún otro tiesto. Tendrá que esperar metido en una caja al lado de alguna ventana nueva. El sol será el mismo, la tierra idéntica, el tiesto cada vez más viejo y el agua se irá salando conforme pase el tiempo.

Cambiar el corazón de sitio pero, ésta vez, al menos por ésta vez, no quier dejar nada completamente roto.

Mudanza

A fuerza de mudarme
he aprendido a no pegar
los muebles a los muros,
a no clavar muy hondo,
a atornillar sólo lo justo.
He aprendido a respetar las huellas
de los viejos inquilinos:
un clavo, una moldura,
una pequeña ménsula,
que dejó en su lugar
aunque me estorben.
Algunas manchas las heredo
sin limpiarlas,
entro en la nueva casa
tratando de entender,
es más,
viendo por dónde habré de irme.
Dejo que la mudanza
se disuelva como una fiebre,
como una costra que se cae,
no quiero hacer ruido.
Porque los viejos inquilinos
nunca mueren.
Cuando nos vamos,
cuando dejamos otra vez
los muros como los tuvimos,
siempre queda algún clavo de ellos
en un rincón
o un estropicio
que no supimos resolver.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1991)

El viento, más…

El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava,2002)

Oda al blog

Querido blog:

Se acaba un nuevo día y como todas las noches, quiero despedirme de ti. Quiero despedirme y darte las gracias una vez más por seguir aquí conmigo. Tú, que podrías estar en el ordenador de los ricos y de los poderosos, has elegido el humilde hogar virtual de este pobre adolescente para dar ejemplo al mundo.

Yo… yo no puedo olvidar que en los momentos más difíciles de mi vida, cuando aquella navidad que duró tanto o cuando me operaron del riñón a mala leche, solo tú prestabas oídos a mis quejas e iluminabas mi camino.

Blog… yo… te llevo en el corazón.

Cada mudanza es un retorno

A las paredes no les conviene afeitarse con el filo de las mudanzas. Comienzan a supurar los matices, las marcas que el tedio de los años fue amontonando, las heridas con que el terco mobiliario se resiste a traicionar la geometría de los armarios.

La mudanza va desgajando en cristales las luces que parecían estar encendidas y las estancias desnudas se tapan con el eco de los últimos pasos del insomnio por la cocina.

Una casa vacía es un fetiche que se profana, una ventana cerrada que solo deja entrar sombras, es un verso fielmente intraducible a otro idioma que no sea el lenguaje de las sábanas.

Uno pone las mismas piezas en otra casilla con la táctica sencilla de dividir el sueldo, pero siempre es el mismo tablero, la misma dama. Una mudanza es un juego violento, un movimiento de enroque sobre paredes recién afeitadas.

Cada mudanza es un retorno que deja restos de amargura bajo las uñas, abalorios heridos de muerte entre las bolsas, un polvo desolado en el silencio y la tenue luz de las horas muertas.

Por sutil que sea la mano que mece la pintura, por bien envueltas que vayan las lámparas hacia el precipicio, aunque al salir se cierre la puerta con mucho mimo y muy despacio, todas las mudanzas incorporan de serie las aspereza del tiempo de los abogados.

Cada mudanza es un retorno, un convenio roto que tenían el futuro y el pasado, cada mudanza es un retorno al otro sitio inevitable, ese que ya nadie recordaba, el tiempo en que un nosotros era un tú y un yo inhabitables.

Todos los besos son derrotas

La ciudad extiende sus brazos por debajo de los días y de las noches, enciende cuestiones de trabajo, vulnera discusiones, atascos y llena de semáforos oscuros la piel de los pasos de peatones.

Llego de nuevo a esta ciudad, que raramente sale en las televisiones, sin haberme ido del todo, sin apenas haberme quedado un poco perdido en sus rincones. Me escucha pasear a malas horas, hacer cola en la taquilla de las ilusiones, asfaltando el final de las historias. Vago por la ciudad de cemento y ascensores como pirata del caribe perdido en una obra.

Todos los besos son derrotas, todos los besos pierden aunque parezcan ganadores, cuanto más saben a gloria los besos, más señalan a los perdedores.

Voy llenando de cruces rojas la ciudad de mis labios que guardo en un mapa de Granada, como escribo vivas en la memoria de todas las cosas que no existen y de aquellos besos que me diste sabiendo que eran sombras.

La ciudad y sus brazos de calle van alargando su longitud de onda. Pero nunca terminan de abrazarme cuando todos los besos son la misma derrota que flota en el aire.

Besos en la multitud

En medio del apretujamiento
Del calor de tantos
Te volviste hacia mí
Me besaste
Tu beso nos dejó solos
En la multitud
Hizo sin palabras
Las palabras

(Gioconda Belli)

Rutinas

La vida se resume en costumbres, en una retahíla de rutinas. Del tiempo que transcurre, pasamos la mayor parte enfrascados en labores repetitivas, periódicas, que hacemos sin recordar cuando aprendimos y sin plantearnos si se puede prescindir de ellas o hacerlas de otro modo.

Te levantas a la misma hora de todos los días, te duchas como todos los días, desayunas lo de siempre, coges el coche o la escoba, vas a las mismas tiendas a comprar las mismas cosas… Saludas a los de siempre, que te reciben como siempre.

Llamas o te llaman los mismos números, tomas alimentos idénticos a los que siempre comes, te echas una siesta repetida o lees la misma novela con títulos diferentes, ves la misma cadena en la tele, los mismos programas…

Escuchas las mismas músicas, los mismos ruidos de la calle. Ves a las mismas personas que ves siempre y te comportas como siempre con ellas. Y así hasta que te acuestas y duermes o no, como siempre.

La vida se resume en costumbres y los hombres nos resumimos en manías. Podría ser menos áspero y, en lugar de manías, decir que son preferencias, gustos, afinidades… Y puede que así comiencen, pero acaban siendo manías que se instalan y a las que es muy difícil expulsar.

Dejas los zapatos en el mismo sitio, eliges no mezclar el tomate con la lechuga, dejas para el final lo que menos te gusta o lo pones al principio.

Te levantas y miras a la ventana. Bajas y miras a la ventana. Comes y miras a la ventana. Fumas y miras a la ventana… Preferencias que se vuelven manías cuando, obviando el hecho de que no verás nada desde la ventana, siempre que subes las escaleras, miras…

Costumbres y manías que estoy intentando cambiar poco a poco, como a mi me gusta que ocurran las cosas, pero que se me resisten y se me quedan pegadas en los relojes y, sobre todo, en los dedos. Costumbres, rutinas, que pierden el sentido y se convierten en obligaciones y manías a las que uno es adicto.

Cuesta mucho esfuerzo este cambiar poco a poco el escenario de una vida que se deshace en rutinas y en adicciones. Demasiado esfuerzo para tan poco éxito en el cambio, para tanta lentitud de los resultados…

Algunos días me levanto con ganas de volverme a acostar. Y, sin embargo, las rutinas atacan, las manías invaden… y hay días que son idénticos a las nubes que se forman en mi cabeza.

Un día de estos, al levantarme, me acostaré.

Preferencias

Se prefiere la carne o el pescado, los colores, las estaciones… Los caballeros las prefieren rubias, los demás nos conformamos con encontrar.

¿Qué color es el que más te gusta? ¿Qué comida te abre siempre el apetito? Hay razones antiguas, en olores de viejas cocinas familiares mal ventiladas, en los ojos de una chica que se abrieron de par en par cuando apareciste con tu camisa verde, en la placidez del instante en que te dieron a probar un determinado té…

Razones aleatorias que transformamos en fundamentales sin tener ni la más remota idea de que perdurarán muchos años. Razones aleatorias que, sin saber bien el mecanismo, en lugar de pasar como sombras, como tantos otros instantes que se pierden en la memoria, se nos quedan en ella para siempre.

Y, cuando el tiempo pasa, cuando uno ya no se acuerda por qué prefiere lo que prefiere pero continua profiriendo su preferencia a todas horas, dejan de existir las causas y, simplemente, se acepta que eso es lo que uno prefiere.

Sucede también, que las preferencias se transfieren, que nos gustan aquellas cosas que les gustan a quienes preferimos. Nos contagiamos, ellos son el impulso para cada nueva preferencia cuyo origen se olvida sin más. Y, cuando nos inventamos unos a otros, tan mal que parecemos de verdad, adquirimos mutuamente preferencias inventadas a la vez, por los dos.

Este es, a mí me lo parece, el mayor misterio del mundo en el que vivo, que no sé si será el real o uno inventado. Porque se prefiere lo que se prefiere, uno hace lo que hace y deja de hacer lo otro.

Pero si se mira en el interior, si uno desestima todas esas razones fáciles de encontrar en la memoria o bien, si las analiza a fondo, hay que darse cuenta, nuevamente, de que preferimos por azar.

Y por azar, también, somos preferidos. Pero aunque nos guste creer que hay una razón única, individual, específica, que nos hace ser preferidos por alguien, lo cierto es que todo se lo debemos al azar propio y al de los demás.

¡Qué inquietante sensación! La de no saber en qué momento van a dejar de preferirte, ni por qué. Da igual lo que se haga, la lucha o el esfuerzo por ser preferido, el balance de méritos y de decepciones, la monotonía o la sorpresa de los vínculos y las afinidades, porque nadie puede controlar el azar y sus secuelas.

Por eso, preferir a quien te prefiere, siempre es una suerte, siempre es azar de felicidad. Mientras dure…

Besar a reñir, palpar a pisar, volar a correr. Yo también prefiero un polvo a un rapapolvo y los caminos a las fronteras. Incluso aunque los caminos se recorran en solitario.

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