Indolente, inocente acaso, había pasado por la vida sin tener ningún objetivo. Despreciaba las metas con el mismo odio profundo que el del farolillo rojo del pelotón de los ciclistas.
Nunca se propuso nada, todo lo dejaba al arbitrio de un azar que, por suerte o por desgracia, le disparaba al corazón y le acertaba de lleno, pero con balas de fogueo. Incluso el dolor de los tropiezos llegaba tarde a sus citas con el insomnio.
Ensimismado, ausente, perdido del mundo entre fantasías, se dejaba mecer por la ironía de las cosas pequeñas, que él convertía en gigantes con los que moler los granos de arena que se acaban haciendo montañas.
Ahogado en su desidia, le llegó la crisis, la crisis, como a todos aquellos que van por la auto-vi(d)a pasando de cuarenta. Una crisis contra la que su despreocupación y su apatía no tenían nada que hacer, entre otras cosas, por pereza.
Nunca se había empeñado en nada, hasta aquel día en que, al mirar aquellos ojos oscuros, se dio un chapuzón en la ternura con que le miraban. Y le gustó la sensación como niño que prueba la miel hecha chupete.
No lo decidió en un momento, tardó en sacudirse el hastío de no sentirse vivo, pero al final se empeñó, como si le fuese la vida en ello. Y muy posiblemente, es que le iba.
Así que, aquel mediodía, cuando salió de la casa de empeño después de haber cambiado el peso de su pasado por un sueño (y un paquete de pañuelos por si tocaba llorar), sintió que la brisa le decía que nunca es tarde para empeñarse en imposibles y que hay cosas peores que fracasar.
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