La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

2. Desencanto (Página 1 de 8)

Cambiaron de tema

Una amiga lejana del otro lado, le confesaba, allá por las horas oscuras de los sueños:

«Cuánto más quiero olvidarle, más se me agarra en el pecho. Es un callejón sin salida».

Y él, consciente de que no hay salida para los callejones de los que no se quiere salir, pero sin querer saber nada de olvidos, musitó con letras bajitas:

«no es que no te entienda. Es que no quiero entenderte».

E inmediatamente, cambiaron el tema de la conversación por la estrategia del avestruz.

Casi nunca sale siete

El viento frío y una lluvia inconstante hacían la noche muy desapacible, pero él no tenía más remedio que estar a la intemperie. Adentro no había cobertura y esperaba una llamada importante.

Dos bancos más allá, ella lloraba. Joven, bien vestida, sin maquillar. Bueno, más que llorar, contenía las lágrimas con resoplidos espesos que llenaban de vaho el contraluz de una farola lejana.

Él se acercó, por aburrimiento y porque no demasiado tiempo atrás estuvo sentado en ese mismo banco, conteniendo, quien sabe si las mismas lágrimas.

—¡Pícola bambina! Tu sei infortunatta, ¿certo? —le dijo al llegar a su altura. Se lo dijo en italiano porque… bueno, tonterías suyas, a veces las mujeres cuentan con mucha alegría que les «ha entrado» un italiano.

—¿Qué? —contestó ella, que no estaba para romanticismos ni para aprender idiomas.

—Digo que si estás triste, mozuela.

—Lo que tengo es un resfriado que no me aclaro —hizo una pausa mientras se daba en la nariz con un pañuelito de papel que arrugaba en la mano que escondía en el bolsillo—. A ver si viene ya el autobús, que me estoy quedando congelada.

—¡Ah, perdona! Entonces nada —dijo como retirada, como buscando un agujero por donde la tierra se lo tragara.

En ese momento, con un chirrido propio de maquinaria pesada, llegó el autobús a la parada y ella, sin mediar ninguna otra palabra, se subió en él. El vehículo salió a la vía, pero se detuvo en el semáforo rojo que había apenas a tres metros.

Él esperó en vano una mirada de la chica mientras notó que la lluvia se detenía y se echó hacia atrás la capucha. Pero sucedió verde, el autobús se fue alejando y ella no hizo ademán ninguno de mirar otra cosa que su móvil. Y arreció la lluvia.

Sintiéndose ridículo, se sentó debajo de la marquesina y no pudo más que acordarse de la canción: «Pero prendió el azar semáforos carmín, detuvo el autobús y el aguacero hasta que me miraste tú».

Es caprichoso el azar y siempre es el que tira los dados. Pero somos nosotros los que elegimos el número al que apostar. Y casi nunca sale siete.

Estaré

Estaré dilucidando nubes. Tratando de ponerle a mi corazón la mancha grande del amor. Llevándome en un saco la lluvia junto con mis lágrimas y los poemas que buscaban mi medida, la tuya, y están sentados al borde de la acera esperando que yo los recoja, que pueda sacarle a la vida la gran respuesta, el mensaje, la diferencia entre una vida y otra, entre un cielo y una tierra.

@(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 2007)

Confusión

Un día, de repente, las confundió. Eran ambas físicamente parecidas si se las miraba de lejos. Y tenían el mismo nombre. Caprichos del azar, dos mujeres a la vez en su vida y les da por tener igual nombre de pila. Él se consolaba diciendo que, así, nunca se equivocaría al llamarlas.

Pero un día, de repente, las confundió. No se conocían entre ellas y vivían en mundos tan diferentes que era muy difícil que coincidieran en alguna parte. Frecuentaban sitios distintos y ambientes casi opuestos. Pero cuando estaban con él, se mudaban a su mundo de fantasía en cuerpo y alma. Él decía que, así, no tenía que actuar ni andarse con disimulos.

Hasta que un día, de repente, las confundió. Era detallista para todo y jamás se hubiera perdonado meter la pata en cosas que mostraran falta de tacto u olvido. Nunca felicitó a una en el cumpleaños de la otra, ni alabó en presencia del exótico lunar que una guardaba, el suave tacto que la otra llevaba en la piel. Ellas le decían sentirse únicas en su presencia y él pensaba que lo eran sin ninguna duda.

Un día, sin embargo, las confundió. No se explica cómo, pero las confundió. Desnudas eran tan distintas como vestidas, sus palabras tan diferentes como sus silencios, sus ternuras eran extraordinarias pero contrapuestas. Incluso él se sentía de distinta manera cuando andaba con cada una. Él decía que, así, nunca las confundiría.

Pero un día, un mal día, de repente, las confundió. Nombró a una mientras pensaba en la otra. No se pueden vivir a la vez dos vidas y, aunque ellas no se enteraron de aquel triste suceso, él se quedó muy preocupado. No se permitía ningún fallo y, sin dar explicaciones ni tiempo para una despedida, desapareció de la vida de las dos.

Ellas, completamente desconcertadas, meses después aún se preguntan, cada una en su cocina, mientras escriben en la agenda las cosas que tienen que hacer, que donde coño estará aquel esteticista tan majo al que solían ir, que les tiraba los tejos con descaro y que tan bien les hacía las ingles.

Noria

Al poner el pie en el suelo, desde ese mismo instante, la echó de menos. Sin embargo, le gustó que la tierra le recibiera sin moverse. El estómago agradeció ese momento quedándose quieto dentro de la barriga.

Respiró como si allá arriba hubiese otra clase de aire, más liviano y menos inerte. Pero estaba acabando de comprender, con el primer apoyo en tierra firme, que era un aire amniótico e insustituible.

Se detuvo a parpadear mirando hacia atrás y recordando el vértigo que nublaba la vista, el miedo que le paralizaba los dedos y la asfixia aquella que agrandaba las pupilas. Notó que el corazón había dejado de corretearle cosquillas por el cuerpo y que todo estaba tan extrañamente tranquilo que parecía sueño.

Pero, al poner un pie en el suelo, en el preciso instante en que el sosiego endulzó los vértices del pasado, destapó lo incierto del futuro; y echó tanto de menos todo aquel sinvivir de la barquilla, que deseó volver a subirse.

Yo también cambio la cordura y todo el sosiego que me quede, por otros tres minutos de ticket.

El juego en que andamos

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

@(Juan Gelman, El juego en que andamos, 1958)

Tarde

La tarde temblaba en las agendas con el humor roto por las esquinas de los viajes a ninguna parte. Los pasos de la desgana me fueron llevando lejos de las luces y las transparencias, hacia ese relleno metálico de coches aparcados en la urgencia de la mansedumbre.

Me asomé muchas veces a tu ventana, harto de mirar al suelo y a los semáforos que abren y cierran el grifo de la melancolía, hasta que, por una hendidura de la calle, entreví tu silueta abierta y desnuda.

Entonces, la tarde, la tarde inmensa, se hizo más grande que nunca, consiguió inflarse de minutos perdidos hasta explotar y lanzarme contra la piedra. Cuanto más se corre, cuanto más deprisa se mueve el deseo hacia los bordes, más crece la rabia del entreacto y la palabra se aproxima inexorable a su significado justo.

La tarde dejó de temblar cuando me hice viejo y supe que la tarde no terminaría en noche, que era una tarde que no acabaría nunca y que siempre sería tarde.

El amor difícil

Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente…
PEDRO SALINAS
Quizá tú no me viste,
quizá nadie me viese tan perdido,
tan frío en esta esquina. Pero el viento
pensó que yo era piedra
y quiso con mi cuerpo deshacerse.
Si pudiera encontrarte,
quizá, si te encontrase, yo sabría
explicarme contigo.
Pero bares abiertos y cerrados,
calles de noche y día,
estaciones sin público,
barrios enteros con su gente, luces,
teléfonos, pasillos y esta esquina,
nada saben de ti.
Y cuando el viento quiere destruirse
me busca por la puerta de tu casa.
Yo le repito al viento
que si al fin te encontrase,
que si tú aparecieses, yo sabría
explicarme contigo.

@(Luís García Montero, Habitaciones separadas, 1994)

La verdad que hay en la mentira

Digo que ahora estoy viviendo una vida contigo cuando entorno los ojos y se me aparece tu rostro y me invade una ternura imparable con la que riego después las cosas, como si así te llegara de vuelta por ellas lo que no existe.

O cuando, perdido en un doblez de la consciencia, concierto conmigo mismo un discurso que nunca te digo, con el que hacerte saber todo lo que he visto por ti, en ti, desde ti y contigo. No miento cuando te digo mi vida. Que no te lo parezca.

Entiéndeme tú, entiende ahora todas las cosas que en el futuro escriba y quédate de lleno con la verdad que hay siempre en la mentira.

La verdad de la mentira

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
—¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
—Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.

@(Ángel González, Nada grave, 2007)

Añicos

Tenían un acuerdo, desde el principio. Un acuerdo casi tácito pero que cumplían impenitentemente, a pesar del azar con el que comenzó.

En el transcurso de uno de esos menesteres interminables a los que nos sometemos en la vida, esas tareas que hay que repetir un día tras otro para volverlas a hacer al día siguiente, cayó un vaso al suelo.

En ese instante, el estruendo del cristal haciéndose añicos parece apretarte el corazón y pulsar el botón del pánico. Después, cuando uno percibe en los trozos la arena que antes fue el objeto desparramada por el suelo, las sensaciones se tuercen, los pensamientos se distraen y da rabia la torpeza propia o la casualidad de los elementos.

Ellos tenían el acuerdo, desde el principio, de recoger lo que se le rompía al otro. Una forma de cuidarse y darse calma. Les iba bien ese principio y no era excesivamente molesto porque, al fin y al cabo, no se tomaban el trabajo de recoger los trozos como un castigo, sino como una deferencia hacia el otro.

Lo han hecho muchas veces, rigurosamente, cuando a ella se le cae un plato, él lo limpia todo y, naturalmente, también al revés. Pero no llevan la cuenta exhaustiva de lo desaparecido como un marcador de baloncesto o, si la llevaban, ya se perdió hace tiempo.

Pero el sueño, este sueño que han ido teniendo, desde el principio, este frágil sueño que se está cayendo al suelo, lo tenían cogido entre los dos. ¿Quién recogerá ahora los añicos y dejará limpio el suelo? Quizás tengan que romper también el acuerdo.

La ley de la levedad no perdona los sueños y los añicos no se irán solos. Tendrán que echarse la culpa el uno al otro y a los demás. Sólo nos arrepentimos de aquello que se rompe y sólo cuando se rompe.

Para reparar los sueños rotos nunca sirvió el pegamento. Creo que tampoco les servirá el prozac.

Estaciones

El invierno ha sido un futuro sin fondo

y el verano un salto en el vacío

hacia la luz de este espejismo

de arena

de querer ser primavera

y, sin embargo,

vivir otoño.

De tiempo prestado en el andén

y billetes rotos

están mis estaciones llenas.

Tan cierto es

que siempre está por venirnos un tren,

como que nadie sabe

a donde nos lleva.

Hipoteca

Por la mañana se asoma desde las rendijas el tiempo que tengo prestado y concedido, el que remuevo en la taza y retuerzo en las llaves varias que me van abriendo y cerrando el camino de las obligaciones.

Sol o nubes, en el fondo es lo mismo, el paisaje me contempla desde lejos cuando me traga el impacto de los árboles que rompen el cemento entre los vehículos y voy dejando atrás las señales que no son indicios.

Ya he llegado a la vida, se supone, si es que el destino era esto, pero nada me conmueve en este sitio, si es que el destino era esto de llegar muerto a la vida de los otros que brillan un momento y desaparecen en el rastro químico del cerebro.

Se supone que ya he llegado, si es que el destino era esto y sólo se puede brillar un momento, apagarse luego para servir de alimento a la lista de eso que llamamos las circunstancias.

Entonces deseo con todas mis ganas poder devolver el préstamo y las llaves, remover por otro sitio el azúcar en la taza, vender el brillo a precio de mercado, no haber llegado todavía y que el destino no sea esto.

Desventurados

Desventurados los que divisaron
a una muchacha en el Metro

y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos

y la perdieron para siempre entre la multitud

Porque ellos serán condenados
a vagar sin rumbo por las estaciones

y a llorar con las canciones de amor
que los músicos ambulantes entonan en los túneles

y quizás el amor no es más que eso:

una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro

y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre

@(Oscar Han, Versos robados, 1995)

Me estoy gastando

Voy dejándome trocitos inapreciables en cada cosa o ser que toco, me vacío por milímetros en el aire que respiro a bocanadas, me disuelvo en el agua que bebo, me destemplo alternativamente cuando pasan por mí las estaciones.

Me estoy gastando. Lo noto, a pesar de la báscula de la cocina, porque yo también me voy un poquito en cada despedida, porque me vierto en los otros labios que me dejan vacante la saliva, porque me vuelco en otros brazos y me dejo en ellos la carencia y les pago con el agujero que me dejan.

Me desinflo despaciosamente, se me van escapando los sentimientos, estoy deshabitándome de emociones, descargándome de secretos, desocupando memorias, borrándome en las fotos de las repisas, desapareciendo de los papeles en los cajones, limpiando la tinta de las dedicatorias.

Me extingo irremisiblemente, transparentándome, perdiendo sustancia, haciéndome trivial y cóncavo, me voy quedando a poquitos en la arena que voy pisando, en las lágrimas que vierto y en las sonrisas que dedico.

Me extingo, me vacío, me libero de mí mismo. Y no sé si es para derramarme y quedarme así dentro de todo o es que soy superfluo y me estorbo.

Pero el caso es que me estoy gastando. Y lo noto.

Balada de lo que no vuelve

Venía hacia mí por la sonrisa
Por el camino de su gracia
Y cambiaba las horas del día
El cielo de la noche se convertía en el cielo del amanecer
El mar era un árbol frondoso lleno de pájaros
Las flores daban campanadas de alegría
Y mi corazón se ponía a perfumar enloquecido
Van andando los días a lo largo del año
¿En dónde estás?
Me crece la mirada
Se me alargan las manos
En vano la soledad abre sus puertas
Y el silencio se llena de tus pasos de antaño
Me crece el corazón
Se me alargan los ojos
Y quisiera pedir otros ojos
Para ponerlos allí donde terminan los míos
¿En dónde estás ahora?
¿Qué sitio del mundo se está haciendo tibio con tu presencia[…]

@(Vicente Huidobro)

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