La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

4. Soledad (Página 1 de 8)

Fosforescencia

Existen más colores que palabras, porque algunos no tienen nombre. No hay palabra que describa los colores del lento proceso de camuflaje violeta de las montañas cuando la tarde se extingue hacia la noche, ni ese intenso desasosiego grisáceo del cielo antes de descargar las primeras gotas del huracán que se avecina.

Las palabras, en cambio, todas tienen color. Se lo veo a cada instante, mientras las recibo. Un color que depende de si se gritan o se susurran, de si son para mí o para otro, de si las esperaba llegar o no.

Una inmensa mayoría traen en su tinta el color del agua, un cierto transparente azulado de frialdad. También hay muchas que me llegan pintadas de aire, una mezcla de invisible blanco lejano, el celeste mustio de las buenas maneras y un puntito del amarillento de lo trivial.

Hay palabras rojas como la sangre, verdes como la primavera, púrpuras como el amor. Otras son de color cristal y, según cómo te miran, cortan afiladas si te descuidas. Hay palabras amarillas como la amistad, naranjas como la alegría y lilas como la simplicidad.

He descubierto que tus palabras son fosforescentes. Me gusta llevarlas siempre, vaya a donde vaya, no me preguntes cómo ni por qué. Ni siquiera sé dónde las pongo, no me hace falta saberlo, porque para encontrarlas sólo tengo que cerrar los ojos con fuerza y entonces, ellas solas —alguna química tuya deben tener—, brillan en la oscuridad.

Cuando llega la noche llevo tantas encima que tengo que dormirme con los ojos abiertos.

Curiosa alternancia

Ya pensaba en ti cuando me he despertado y el sueño apenas me dura un parpadeo. Perduras en el pensamiento sin apenas tomarte descanso, quizás sea eso lo que perturba tu sueño.

El espejo me devuelve desde el pijama, envuelta en esa luz potente que me deslumbra, una ausencia permanente. Abro los ojos y me miro, pero no te veo. Desapareces por arte de una magia inexplicable que no puedo controlar por más que me repito una y otra vez todos los versos que se me ocurren.

Y, sin embargo, me siento alegre. Algo por dentro me dice que, cuando ya no te veo, cuando se desvanece el humo del pensamiento que te trae a mí, es porque espero verte. Curiosa alternancia esta, la del sueño y la vida. Curiosa asincronía de presencias intangibles y ausencias espesas. Curiosas las palabras cuando nos escriben con buena letra.

Diálogos al borde de la cama

Carmín y gorrión
Tus labios en madrugada.
Despertar?
No vale la pena. Aún está tu presencia
Aunque ya no estés.
No hay conciencia, no hay fe
Abstrusas construcciones mentales
Defensas preconstituidas
Para defender el pobre cuerpo
De la nada eterna.
Cuánto por una palabra?
Y por una frase?
Cuánto darías por escucharme
Diciendo lo que siempre quisiste escuchar?
Y yo que nada cobro, que nada pago,
Que nada digo por nada.
Elevarme, de la corrupción del cuerpo
Del veneno de la mente
Que se mete en la sangre
Como una abyecta serpiente
Que se alimenta de mi plasma.
Escaparme, de mí mismo
Alejarme, del propio tormento interior
De no dejar de nacer para morir mil veces.
Escucha bien lo que te digo
Si, tú el que me mira desde el espejo
Con barba crecida y ojos de sueño.
Sé consciente de que no eres nada
Que nada sabes
Que de todo dudas.
Anda, ve, ponte bueno
Que no se te note la ignorancia
No sea que se den cuenta
Y te despeñen desde la cima de sus conciencias.
Vamos pues, arranca de una vez por todas
Ponte la máscara de costumbre
Que los otros actores ya están en su sitio.
El proscenio es el mismo
Elegirás saltar sin red una vez más?
Orate inocente, ingenuo sofista
Escribiste un guion algo complejo
Y no sabías de escribir…

(Jorge Medina)

Lo que quede

Nos vamos desmembrando a terrones sobre la acera, encorvándonos sobre el fregadero, pegados al asiento de los coches, empapados de conversaciones sin respuesta. Nos deshacemos a estornudos de plumero, rebosando en la espuma que derraman las lavadoras, salvando los tropiezos que nos guardan las alfombras, resoplando en el sin aliento de todos los escalones. Nos derretimos en los pasos interminables que llevan al punto de partida, en la memoria de los anuncios de bebida que salen por las pantallas, en el angosto revuelo de las rebajas de ropa. Nos desgastamos en la saliva que el silencio deglute en balde, en el lento proceso de hilvanar los recuerdos con imperdibles, en los pasos de baile que las teclas deshojan a ratos, en cada mínimo gesto que escrutamos del aire. Nos derramamos en el absurdo rigor de las contraseñas, en el doble fondo de las palabras escritas, en las rodillas dobladas de los asientos que borran rastros de nada, en la enigmática senda de los versos que no riman. Nos vamos diluyendo en cada caricia perdida, en cada te quiero que nos tragamos, en la voz de consuelo que nunca oímos a tiempo, en el rostro que vemos cuando soñamos, en este ángel silente que nos atraviesa cuando leemos. Nos escurrimos en cada gota que se escapa del orgasmo solitario, nos esfumamos en el vacío de las manos que no se encuentran. Nos desplomamos sobre el olor cansado de las sábanas, por entre los sueños que vienen para no quedarse, bajo la luz hiriente de las computadoras. Nos extinguimos lentamente, caminando por esta vereda que mantiene el paraíso a un solo paso del infierno…

Dame la mano, eso es todo. Ven conmigo hacia lo que quede de nosotros.

Hay que ser muy valiente

Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra de lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor.

(Ángel Gónzalez, Nada grave, 2008)

Ambigüedad de la catástrofe

Lo había perdido todo:
amor, familia, bienes, esperanzas.
Y se decía casi sin tristeza:
¿no es hermoso, por fin, vivir sin miedo?

(Ángel Gónzalez, Nada grave, 2008)

Colección

Despierto ya, pero todavía enredado en ese murmullo de pensamientos que las sábanas mantienen templado, te echo de menos imaginando el peso de tu cabeza en mi pecho. Me levanto después y te pongo a hervir en el agua y te noto meterte en mi bolsillo con el teléfono.

Entonces salgo a la vida y te echo a faltar en ese olor entre dulzón y silvestre que se resiste a abandonarme cuando tu presencia empieza a hacerse pasado. Y más tarde, en la cesura de los pasillos y en el silencio de los timbres que aguardan expectantes y endebles un roce de dedos.

A mediodía también te echo de menos porque, cuanto más me relleno de gente, menos me vacío de ti. Así que te encuentro flotando con el humo del tabaco o en el ruido de los coches que se enfurruñan con la cuesta. Pero no consigo odiarte y un silencio de pájaros te trae de nuevo de visita.

Por la tarde todo eres tú y te hallo continuamente en las ventanas que saltan, en la pantalla muda que habla sin decir, en el camino que recorro para salvar las palabras sin pronunciarlas… También te echo de menos en los semáforos de hombrecillo rojo o te aparco poniéndote la mano en la nunca mientras pongo cuidado en la maniobra para no lastimarte el cuello.

No se acaba con la noche mi colección de formas de echarte de menos. Porque añoro tu sonrisa perpetua en la esporádica de los otros o tus ojos en las letras del libro que intentó leer sin concentrarme. Hasta que me canso de tanta ausencia y me dedico a traerte a mi lado mientras escribo.

Y despierto aún, enredándome en ese murmullo de pensamientos que las sábanas amortiguan poco a poco, te echo tendidamente de menos hasta que no consigo imaginar el peso de tu cabeza en mi pecho. Después, a veces me duermo.

Me quedan algunas más que contar, pero no quiero parecer pesado y, además, haría falta otro capítulo. Pero quiero que sepas que, de entre todas las formas de extrañarte que practico, la más perversa, la más dura, la más difícil, siempre consiste en estar contigo relleno de otros y no poder hablarte, ni mirarte, ni sentirte. Entonces, te echo tanto de menos que tengo que dejar de quererte un rato para poder odiarme yo.

A veces me figuro que estoy enamorado

A veces me figuro que estoy enamorado,
y es dulce, y es extraño,
aunque, visto por fuera, es estúpido, absurdo.
Las canciones de moda me parecen bonitas,
y me siento tan solo
que por las noches bebo más que de costumbre.
Me ha enamorado Adela, me ha enamorado Marta,
y, alternativamente, Susanita y Carmen,
y, alternativamente, soy feliz y lloro.
No soy muy inteligente, como se comprende,
pero me complace saberme uno de tantos
y en ser vulgarcillo hallo cierto descanso.

(Gabriel Celaya, Tranquilamente hablando, 1947)

Publicidad

El primer anuncio me encantó. Una mujer sobre la cama saltaba sobre las nubes, retenía el tiempo navegando entre relojes, se abrazaba a la almohada y seguía soñando. Si te gusta soñar…

Hubo uno después que hablaba de una mirada, de un beso, de la diferencia entre cuanto dura y cuanto lo hacemos durar. Hermosa frase la última: la vida está llena de cosas que contar…

A continuación, el tercero que, bueno, era bastante peor y además ya lo conocía, pero siempre me fijo en él porque la última frase, casi la había escrito yo antes alguna vez: «Nosotros somos como somos porque tú eres como eres…»

Por último, para anunciar un coche, un ejecutivo se convierte en niño y disfruta de serlo haciendo cosas divertidas en la oficina. Hasta que se encuentra en el bolsillo la llave de su coche y siente el impulso de conducirlo. Pero claro, no llega a los pedales y la voz en off advierte, «ten cuidado con lo que deseas…»

Me gusta soñar, especialmente despierto, especialmente contigo, especialmente despierto y contigo. Entonces la vida se me llena de cosas que contarte y que escucharte contar, para toparme con la certeza de que ya no somos los que fuimos. Ahora somos como somos porque tú eres como eres conmigo, porque yo soy como soy contigo.

Sucede que, una tarde cualquiera, de improviso, ocurre la intimidad, en cualquier sitio, de cualquier manera, sin esfuerzo. Cuando uno habla de sí mismo pensando en el otro, cuando uno habla del otro como si fuera uno mismo. Y cuando se habla de los demás como si ya no existieran.

¿Ves? Estas cosas son las que te cuento cuando no te las cuento, las cosas que te escribo cuando no te escribo. Empiezo en anuncios y acabo en intimidad, aunque tú no lo sepas…

Aunque tú no lo sepas

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.
Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes,
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuando te marchas.
Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.
Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

(Luís García Montero, Habitaciones separadas, 1994)

La felicidad de las margaritas

Conforme caía la tarde al precipicio de una luna cumplidora de sus mapas, los amigos íbamos acercándonos las sillas y las palabras.

Secretos y no tan secretos, confidencias muertas de risa que reviven al decirlas en voz alta, fuimos escribiendo todas las páginas con ruido de fondo de los bares, en las barras metálicas y anónimas, sobre las mesas, rayadas con otros nombres, que soportan incólumes el humo indispensable de las desventuras cotidianas en su salsa o el nervioso recuento de alegrías fritas y de decepciones en vinagre.

Más tarde, a la hora de los ángeles, la noche se espesa y cabe en voces de cristal, y algún antro nos acerca por ojos, por las manos, por la ferocidad doméstica de las lenguas, hasta que salimos de nosotros hacia la sal de las copas, en el punto final de este capítulo, por besos desigualmente repartidos, o abrazos a medias, o suspiros y hasta otra, o buenas noches, o punto y seguido.

De vuelta al estricto cumplimiento de la luna, en un taxi exhausto de testigos —quizá bajo una leve llovizna de ausencia, de primavera, de tristeza o de caricias— me restauro por dentro y sello heridas con la cordura de los amigos y con esta borrosa y absurda felicidad de las margaritas.

Raso en la autopista

L’anima sua bianchissima e leggera
Sergio Corazzini
Brillantes son las avenidas de la noche,
las vacías autopistas que solitario
atraviesas en la cabina de un coche,
como si una soledad acristalada
permitiese la vida de los sueños, de las
niñas que mueren de amor ante los
cines, fuera del mundo, al borde de la noche.
Automóviles solos que en todos los moteles
hablan del saxo azul de los night-clubs,
de un silencio de seda, del fuego que
abrasa las tablas de la ley cuando
el malhechor ?raso en la pechera? decide
ahogar su dolor en los cetáceos muertos,
en la pálida estrella que ve brillar
tras el arabesco del balcón en un
motel cualquiera…
Con el alba el claror redibuja un paisaje,
el cascote del día resuena contra el
níquel y hay olor a comienzo de caza
en los bares desiertos, desiertas avenidas…
Las sábanas entonces, al que tarde regresa,
le ofrecen dulzura de hierba cortada,
rocío en las hojas de los tréboles,
trinos de tordos que saludan al alba.
En tanto tú regresas, marchito el clavel
en la tersa solapa, dispuesto al sueño,
al olvido del dolor, al rubio olor del champaña…
Y mientras, las carreteras desenvuelven
las alfombras azules de la madrugada.

(Luís Antonio de Villena, Sublime solarium, 1971)

Donativo

Es tan sencillo no ser uno mismo por razones de agenda o de volante, por corazones ajenos que te estallan en las manos, por tormentas de ojos, por aguaceros consortes, por los mismos vasos en que se ahogan otros, por papeles mojados.

Cualquiera puede pulsar un botón y dejarnos la alegría a cero, embadurnarnos de alfileres las caricias, con un olor ponernos las ausencias de manifiesto o, sencillamente, ignorarnos tanto y tan bien que nos olvidemos de nosotros mismos como si no tuviéramos nada dentro.

Tengo miedo de ese día —¡qué quedaré de mí!—, no sé si habrá alguien al otro lado de mis besos y si aceptará ese alguien, en ese día tan definitivo, que le ofrezca el mísero y roto donativo de lo poco que quede de mí.

Enamorarse y no

Cuando uno se enamora las cuadrillas
del tiempo hacen escala en el olvido
la desdicha se llena de milagros
el miedo se convierte en osadía
y la muerte no sale de su cueva
enamorarse es un presagio gratis
una ventana abierta al árbol nuevo
una proeza de los sentimientos
una bonanza casi insoportable
y un ejercicio contra el infortunio
por el contrario desenamorarse
es ver el cuerpo como es y no
como la otra mirada lo inventaba
es regresar más pobre al viejo enigma
y dar con la tristeza en el espejo

(Mario Benedetti, El amor, ese paréntesis, 1997)

In-distinta

¡Tantas veces me lo has dicho! Con tus voces distintas, con tus múltiples idiomas, con tus varios colores de tinta, con tus diferentes tipos de letra. Tantas veces me lo dices que yo, creyéndote muchas, fabrico un sin fin de respuestas.

Me hablas de la importancia de tener un río en la memoria, de que el amor es un mordisco que siempre llega a tropezones. Me hablas de música o de libros, de películas que son extensiones de kilométricas novelas para jóvenes que buscan amores y asesinos.

Y yo, creyéndote muchas, maquillo respuestas solitarias, diferentes tonos de voz con los que juego a ser muchos distintos desde las partes contrarias de mi propio yo.

Tantas veces me lo has dicho, de tantas formas que ya, creyéndote tantas, muchas, infinitas, sufro de diferente modo las despedidas como si pudiera partirme en muchos.

Me has dicho adiós tantas veces que ahora sé que siempre eres la misma.

Tantas veces me lo has dicho, que ya sé lo que significa:

—Vengo enseguida, mi vida, voy a disfrazarme de otra. No tardo. Y mientras vuelvo a decirte hola, dúchate, hombre, respira, estira el corazón y las piernas o si lo prefieres, llora.

92

Las cosas nos imitan.
Un papel arrastrado por el viento
reproduce los tropezones del hombre.
Los ruidos aprenden a hablar como nosotros.
La ropa adquiere nuestra forma.
Las cosas nos imitan.
Pero al final
nosotros imitaremos a las cosas.

(Roberto Juarroz, Séptima poesía vertical, 1982)

La única rosa

Todas las rosas son la misma rosa,
amor, la única rosa.
Y todo queda contenido en ella,
breve imajen del mundo,
¡amor!, la única rosa.

(Juan Ramón Jiménez, Canción, 1936)

Firme aquí

Firme aquí,
por las dos caras
—y yo que pensaba
que todo tiene cruz—,
el documento de haber
pagado las tasas,
dos grapas.

Cientos de espirales
retorciéndose en una caja,
millones de palabras
desperdiciadas en tinta,
horas aprisionadas
entre cartones y polvo.

Supongo que tú
estarías a esa hora en tu casa.
¡Si me hubieras visto!
Tan autor de nada
—quizá de algún sueño
roto, quizá autor de ese otro
que quisiera llegar a ser—
tan día de la Cruz,
tan en Granada.

Me noto con un nombre más viejo
que alimenta palomas informáticas
en un banco de papel.
Planto niños que escriben árboles
y cumplo con la parafernalia
de parir un libro.

Me noto con un nombre más viejo
jubilándose de aquello
que nunca fue.
Francisco José.
¡Qué raro me siento
con este nombre tan viejo!
¡Qué silencio de oficina
suena ahora en las teclas
mientras las pulso!
¿Se estará muriendo
mi pobre anónimo
aplastado por un sello?

El guardador de rebaños

Desde la ventana más alta de mi casa,
con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos, que viajan hacia la humanidad.
Y no estoy alegre ni triste.
Ése es el destino de los versos.
Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede esconder el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.
He aquí que ya van lejos, como si fuesen en la diligencia,
y yo siento pena sin querer,
igual que un dolor en el cuerpo.
¿Quién sabe quién los leerá?
¿Quién sabe a qué manos irán?
Flor, me cogió el destino para los ojos.
Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.
Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.
Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.
¡Idos, idos de mí!
Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la
que fue suya.
Paso y me quedo, como el Universo.

(Fernando Pessoa)

Tarde en obras

La tarde era un desierto, una tropelía de desconocidos vadeando las verjas, hablando por teléfono o saliendo de tiendas ahítas de soledad.

Por las calles en obras, por el ruido del tráfico polvoriento de las herramientas, aturdida por un descanso del paisaje de la memoria y alineada en el portal, ella desplegó su cortesía aprendida y me dirigió unas palabras: «Perdone, mire, ¿qué calle es ésta?»

Desperté de mi soliloquio continuo y, efectivamente, mire hacia donde me señalaba, que no era sino a mí mismo en una acera pisoteada de huellas y retorcida de hierros. Se lo dije, ufano, como sabiendo lo que pisaban mis pies en cada momento, con la soberbia de una memoria largamente practicada en tardes desiertas como ésta y, ella, desenfocada y anónima, confesó haber tomado un sendero distinto y no encontrar la tienda que buscaba.

Ella no lo sabrá nunca porque no quise decírselo, pero era yo quien andaba perdido en la tarde, el que no encontraba camino que no fuese paralelo a una soledad transitada.

Soy yo el anónimo que no encuentra a nadie a quien pedirle que me indique donde estoy y que me diga cómo se llama esta calle. Porque tengo la tarde en obras, llena de polvo de desierto, de ruido de herramientas y verjas cerradas.

He de poner carteles avisando para que me disculpen por las molestias.

Los esposos

Dame la mano; el cuerpo. Necesito
cruzar la calle. Dame
un tímido relámpago
de detrás de tus ojos, algo
que me sustente, una palabra, un hijo
para cruzar la calle. Dame un brazo
para correr. Ponte delante, así,
de cara a mí, que yo me vea cerca
reflejado. Y la mano
también. Dame la mano, el cuello joven,
el espejo, el cansancio
de ayer, el tiempo, sí,
dame el tiempo que te consuma, el peso
que hace posible tu llegada. Quiero
cruzar la calle. Dame
tu soledad, o más, la comisura
de tus labios, la piel de un muslo, algo
con que cubrirme. El gesto
que derrumba un deseo, algo sólido,
arañable, exterior, algo de ti
que arrope mi despegue.
Que no tengo más ancla, que no tengo
más posible contacto, que no tengo
más vertedero, o playa, o límite si quieres.
Dame el silencio, o lo que sea. Dame
algo que me acompañe.
Que está ya cerca el viento, que ya viene
por el árbol de al lado, y necesito
cruzar la calle.

(Rafael Guillén, Gesto segundo, 1965)

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