La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

enero2025 (Página 1 de 4)

Puñado

Se supone que yo hago de poeta

pero eres tú la que pone la poesía

y me dices, con voz emocionada,

algo así, como que no sabes

qué harías si no estuviera.

Pero yo sé que ya no estoy,

que tu vida sin mí ya era tu vida,

que hay tristezas y alegrías

viviendo en todos los bolsillos

y en todos los rincones del calendario.

Y cuando esté todo visto para sentencia,

hayamos perdido o no el juicio,

que no se nos quede clavado el espanto

de no haber podido tocar el cielo.

Consolémonos con el hecho

de que un sueño sólo está separado de otro

por un puñado de lágrimas.

Vacío

Aunque la luna está llena, todo lo demás está vacío: la noche, las sábanas, el reloj. No me di cuenta, ni siquiera supe hasta hace un momento que el corazón me estaba latiendo con silencios de corchea.

Miro fotos de caras vacías que hay sobre el escritorio, miro el hueco que deja una lumbre en el hueco enorme de la chimenea. Con nada en los bolsillos, con las manos exentas y un agujero en el estómago, miro afuera como si la respuesta estuviese más allá.

También la lluvia está hueca y hay un sinfín de charcos secos sobre el asfalto que brillan en la penumbra como un cielo que se hubiese estrellado contra la tierra. El paisaje se ha borrado en acuarelas que se aplastan contra el cristal y no se ve a nadie por ninguna parte.

Cojo el coche vacío pensando en escapar de mí mismo. No se oye nada, salvo ese retumbar del eco del pensamiento en la oquedad de la cabeza. El papel sigue en blanco, el futuro está bien no escrito, el pasado se prepara para olvidar. «Vengo con la vida vacía, hace mucho que se me encendió la luz de la reserva», digo en voz alta en mitad de la gasolinera. Y como el que sale de un pozo sin fondo, oigo que la puta máquina me contesta: «Gracias por repostar».

No nos hemos muerto, seguimos despiertos. Pero nos atacamos unos a otros con bombas de invisibilidad. Yo ya no te veo, ni tú tampoco me ves mirar. Grita y sálvate. O déjame en paz.

No bastan, pero nunca nos sobran

Desde dentro de la tormenta, nadie sabe de la temperatura de cada gota, ni del origen del viento que la empuja. Uno sólo se siente mojado por fuera o por dentro y calcula un sitio o unos labios en los que guarecerse.

Ninguna de las cosas que merecen la pena se aprenden y es una lástima que nadie pueda enseñarme a quitar el tapón del desagüe por el que se van las penas aprendidas y las que uno se resiste a merecer.

Yo lo busco siempre entre las letras, pero no en los números y quizás por eso ande equivocado, si es que esto de gimotear pulcro vocabulario se puede comparar con dar un paso titubeante. Lo busco en las palabras aunque no basten, porque no bastan, pero me mueven el esqueleto al mismo ritmo que el olvido.

Cuando no sé qué decir, es cuando más necesito saber lo que digo. Pero si hay cosas que merecen la pena, cuanta más pena merecen, menos importa hacerlas aunque salgan mal. Disimular la pena, también la merece. No bastan las palabras, pero nunca nos sobran.

Los números desordenados

Cuando me pierda en la cuenta
de los números desordenados
que tu cuerpo sea caricia donde
repose el uno y el cero
cae la gota de agua y en el tres
sucede el asalto a los labios
el cuatro y el cinco entre murmullos
de pájaros despiertos
después ciento mil el río que fluye
hasta fundirse por fin océano
uno tras otro los besos robados
como hojas en silencio
En la suma todo es verdad y el dos
conduce al misterio

(Pedro Enríquez, El eco de los pájaros, 2002)

Favor

Me gustaría olvidar cada noche un recuerdo, diferir un instante, diluir un deseo. Entramar fantasías extrañas en algún lenguaje infalible, para deshacer los destellos de tu mirada y articular, con ellos, una palabra que pueda mantenerte lejos sin clavarme otra lágrima.

Aún fluye la noche sobre tu piel y se te derrama por los ojos. Aún me requeman en la memoria de lo increíble, los acordes del arpa que arañé entre tu pelo. Aún me mueve los pies, aquel baile de sonrojos que anunció con murmullos el comienzo de este sueño inextinguible que no se deja disolver poco a poco.

Es difícil olvidar el cielo cuando se vive entre las nubes. Cuando todo se reviste con ausencias de cristal intermitente. Cuando el breve momento en que no estás se interrumpe siempre con las piruetas de tu nombre en una ventana. Que nunca se cierra ni se abre sin que andes tú detrás, encerrada, quién sabe si para no verme.

Necesito que me hagas un favor, otro más, tal vez el último. Que, un día de estos en que apriete el calor, seas tan amable de dejar de serlo por un instante y me dediques, con tu mejor intención, un frío gesto de desaire.

Porque las manchas de ternura no se borran con azúcar. Sólo se quitan con vinagre.

Por eso es que las despedidas dulces nunca nos funcionaron. No vas a tener más remedio que odiarme.

Poema iv del libro i

Si yo te comentase que la vida es mentira,
háblame del amor o de tu cuerpo,
de la noche contigo.
Y recuérdame luego
los días que son días porque alguien me ama
o acaso
porque tú me prefieres.

@(Luís García Montero, Diario cómplice, 1987)

Domingos

Algunos días parecen estar hechos para la risa, para salir de uno mismo y sonreírle al mundo. Otros parecen como si de una carrera de obstáculos que hay que salvar se tratara.

Hay días que se nos presentan tristes, como si el cielo encapotado presagiara lluvia o canciones de las que no se puede escapar. Notamos que algunos días vienen decisivos, otros llegan con la lengua fuera, otros pesan en el corazón.

De este modo, esa incertidumbre hace girar la rueda del mundo, el engranaje de las semanas que pasan —a veces tan deprisa, a veces tan despacio— por nuestros dedos. Hay días que se rellenan de distancia, días que flotan como burbujas y días con nudos marineros en la garganta.

Pero los domingos son días de trámite, días anodinos, horas medio vacías que hay que pasar hasta que lleguen las otras más llenas. Vienen despacio, transcurren cansinos y se extinguen lentamente, como aceite escurrido que sale manso de la alcuza menguando hasta hilo y después, hasta gotas que parecen no terminar de caer nunca.

Parece entonces que, los domingos, no queda nada que hacer salvo embadurnarse de ausencia, de una ausencia curativa y ácida, una ausencia que me unto en las sienes, en las mejillas, en los labios y que me deja una curiosa suavidad en las manos. La suavidad de la nada extendida en una fina capa.

Tal vez sea el tiempo de afuera que pide calor, la claridad del cielo que me recuerda tus ojos o esta melancólica impaciencia que las letras hacen rugirme en el estómago. El caso es que este domingo que me mueve los pies como sin alma y sin objetivo, sin saber a dónde me llevan, se me está haciendo muy viscoso y sólo acaba de empezar.

A ratos deseo un sobresalto, una sacudida, un temblor. Pero dicen que no es prudente despertar a los sonámbulos. Tal vez tengan razón y haya que dejar que los domingos sean días de permanencia o de espera.

Permanencia

Duro decir:
Te amo,
mira cuánto tiempo, distancia y pretensión
he puesto ante el horror de esa palabra,
esa palabra como serpiente
que viene sin hacer ruido, ronda
y se niega una, dos, tres, cuatro, muchas veces,
ahuyentándola como un mal pensamiento,
una debilidad,
un desliz,
algo que no podemos permitirnos
—ese temblor primario
que nos acerca al principio del mundo,
al lenguaje elemental del roce o el contacto,
la oscuridad de la caverna,
el hombre y la mujer
lamiéndose el espanto del estruendo—.
Reconocer
ante el espejo,
la huella
la ausencia de cuerpos entrelazados
hablándose.
Sentir que hay
un amor feroz
enjaulado a punta de razones,
condenado a morir de inanición,
sin darse a nadie más
obseso de un rostro inevitable.
Pasar por días
de levantar la mano,
formar el gesto del reencuentro y arrepentirse.
No poder con el miedo,
la cobardía,
el temor al sonido de la voz.
Huir como el ciervo asustado del propio corazón,
vociferando un nombre en el silencio
y hacer ruido,
llenarse de otras voces,
sólo para seguirnos desgarrando
y aumentar el espanto
de haber perdido el cielo para siempre.

@(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 1992)

Declaración del Estado de Decepción

CAPITULO III

Artículo 13.

1. Cuando el libre ejercicio de los sentimientos, la natural expresividad de las emociones o el justo equilibrio de la memoria, sean menoscabados o interferidos por las acciones u omisiones de los otros, por embates imprevistos del azar o por la semántica recóndita de las palabras recibidas, La persona afectada podrá declararse ante su entorno y a todos los efectos, en estado de DECEPCIÓN.

2. Podrá acompañar a dicha declaración, un inventario de sueños rotos, un listado de promesas incumplidas, un registro de heridas y rozaduras, un catálogo de desacuerdos, una compilación de casualidades adversas, un borrador de desaciertos y una estimación de posibles secuelas.

3. La persona afectada por este estado de Decepción, tendrá derecho a:

a) sentirse frágil, malhumorada, triste, cansada y desafortunada.

b) recibir todas las explicaciones que pida y a dar aquellas que le parezcan oportunas.

c) ser compadecida o consolada y, si así lo requiriera la gravedad del asunto, a expresar su malhumor con vehemencia.

d) poner en duda todas las promesas recibidas, los sentimientos manifestados por las personas de su entorno y la equitatividad de las relaciones personales que mantenga, sin que por ello la persona afectada pueda ser reprendida.

4. El estado de Decepción tendrá una duración desconocida pero limitada, no aceptándose periodos superiores a 6 meses, y, durante la misma, se analizarán las actuaciones del azar y se ponderará la suerte la persona afectada considerando también los aspectos positivos y los logros alcanzados. No se admitirá, de ningún modo, bajo ningún concepto, la instalación personal permanente en dicho Estado.

5. La finalización de este estado de decepción no necesitará más declaración expresa que el brillo de los ojos o la risa contagiosa.

DISPOSICIÓN TRANSITORIA:

Todos los estamentos circundantes tendrán en cuenta dicho estado de Decepción antes de efectuar ningún juicio de valor o decisión sobre la persona afectada.

DISPOSICIÓN FINAL PRIMERA:

Se admitirán a trámite con orden preferente todas las peticiones de las personas afectadas por el Estado de Decepción. Se dará cumplida cuenta de las mismas a su círculo de amistades para que colaboren a dicho efecto.

DISPOSICIÓN FINAL SEGUNDA:

Esta norma es de aplicación a todo el ámbito personal de la persona afectada.

Mentira líquida

La tarde se vuelve una mentira líquida cuando firmo el contrato de los patios con el humo. Me cae gris el plomo de los relojes, como el sofá de la lámpara cuando no tiene nadie al otro lado, y las palabras se hacen esquirlas en la mesa prestada a las hojas de los libros.

Espero que la sombra del piano mate el brillo de las pantallas y se detenga apaisada y sutil sobre la tarde. El amor que duerme en los móviles palpita con un silencio de batería baja.

Lo que el viento no se lleva es un oleaje que nunca está en calma pero que no sabe levantar espuma. Vuelve la tarde a las teclas negras de letras blancas después de dejar caer la mirada perdida a los pies del mismo punto de fuga. El óxido del tiempo va pudriendo mi corazón doméstico que se arrastra en zapatillas.

Colecciono tardes que se vuelven mentiras líquidas que chorrean despacio por las paredes desnudas. Me las bebo a sorbos redondos que rebotan en los labios de cristal de la memoria de las cosas que menos se encuentran cuanto más se buscan.

¡A soñar a otra cama!

Esperaba su turno —todo es esperar— en el sofá de la peluquería de caballeros que antes era barbería a secas. El periódico bramaba asuntos de la guerra, noticias fúnebres, malos tratos mal prevenidos. Más adelante, las páginas escupían cifras y gráficos para demostrar que los que saben hacer bien las cosas siempre son los que no mandan. Y luego deporte, el único deporte, los únicos equipos.

Dejó el periódico en la mesilla, descartó el Hola —por inconfesables razones de género— y vio en la portada de Interviú a una chica desconocida, pero muy mona, con un tatuaje precioso que le redibujaba el cuerpo. Y leyó vagamente, que es un decir, mientras hojeaba desnudos y pezones.

Al principio, la frase le repelió, como una cucharada de vinagre, y después de pasar todas la tetas, digo todas las hojas del reportaje, cerró la revista y siguió esperando.

Pero mientras se miraba en el espejo y se aislaba de las maniobras que el peluquero hacía para que pareciese mejor persona, le estuvo dando vueltas a la frase; y también a las tetas, pero ya menos, que los pechos de papel brillan sólo un momento y luego se apagan.

Antes de que un golpecito en los hombros le anunciase que ya no había nada más que poder hacer por su pelo, convino consigo mismo que para ser feliz, lo más importante es saber soñar sueños pequeñitos, posibles, de los de andar por casa.

Y también estuvo de acuerdo en que hay sueños que son imposibles, por muy bonitos que se vean brillar. Y esos sueños también hay que tenerlos pero, como dice el poeta, durmiendo en camas separadas para no volverse ingenuo.

Claro que, una vez que ya se es ingenuo, ¿qué más da si a medianoche los sueños se despiertan y se vienen a tu cama?

Hay sueños muy bonitos, pero que son imposibles. Hay que tenerlos, pero no hacerles caso. Al salir por la puerta, se prometió a sí mismo que tenía que dejar de soñar con salir desnudo en las portadas. Era su sueño, pero hay que mandarlo a dormir en habitaciones separadas.

Y seguir esperando turno.

Toy Story (un caso real)

La oscuridad del desván no le deja dormir. Hace calor aquí y eso no ayuda a conciliar el descanso con el sueño ni con la realidad. Hace tanto calor aquí que no hace más que dar vueltas en la cama, retorcer el cuello y esperar piedad del aire acondicionado.

El silencio del desván no le deja despertar. Le preocupa tanto silencio y, cuando se agazapa en la caja escrutando señales, un zumbido permanente se le mete en su cerebro de juguete y le impide dormir.

Tiene miedo de que crezca, de que vaya a la universidad. Por si no regresa; por si, al regreso, venga dispuesta a cambiar de costumbres. Por si deja de necesitarlo y se queda olvidado en la caja del desván.

Por eso esta inquietud de juguetes rotos que no le deja dormir ni despertar. Ya casi ni se atreve a soñar lo que siempre sueña: que ella vuelve, se pone su sombrero vaquero y le tira de la cuerda.

Entonces, en su sueño —que a veces le parece tan real—, él grita con todas sus fuerzas, con acento mejicano de los sesenta, que hay un ladrón en el abrevadero.

Y en el infinito de su sonrisa al escucharlo, él sueña con reconocer el más allá.

Mencionar la lluvia

A veces no sé qué decir, no encuentro las palabras. Sucede que no consigo fijar el pensamiento. Ni siquiera divago en mi interior. Las imágenes suceden a las palabras, las palabras a las imágenes, a tanta velocidad que no consigo articular ninguna de las dos.

Son malos días que vienen, que tienen que venir para darle valor a los buenos. Hago todo sin pensar, como un zombi o, me gusta más la comparación y la palabra, como un alucinado que vive por dentro en otro sitio y en otro tiempo del que le sucede por fuera.

Contesto lo primero que se me ocurre, monosílabos preferentemente, y, si me aprieta el silencio, ese tan incómodo que sucede con testigos que te miran fijamente, como dándote el turno de palabra, me limito a repetir lo último que he oído, como un loro sin pico, sin gracia y sin plumas de colores.

A veces no sé qué decir, pero sé que quiero pasar por aquí y dejar alguna señal. Casi siempre que escribo en el blog, lo hago también para mí. Me gusta dejar colgada una huella, un aviso al futuro, una sensación, una emoción o una pregunta para la que tal vez algún día, al releer estas líneas, encuentre respuesta.

Pero esta noche no sé qué decir. Supongo que lo mejor será que no diga nada. Si acaso, tan sólo mencionar la lluvia.

En los días de lluvia

A Mari Carmen
Sabrás por la presente que empeoré de vida.
Mariano Maresca
Más o menos extraña
la vida fue pasando tibiamente
por tu cuerpo y el mío.
Oigo la lluvia fría amontonarse
sobre las uralitas
y la noche me atrapa
en el sudor eterno de su tranquilidad.
Tal vez
debiera despertarte, hacerte compartir
este presentimiento
de lejana belleza
con el que me confundo apenas un instante
para volver a ti
que te abandonas
a la hermosa presencia
de tu respiración.
Pasan lentos los coches.
Oigo también
tu corazón lejano
pasar de madrugada entre la lluvia
y me asusta la sombra
de tanta intimidad.
Es tarde.
Uno escribe su vida en un poema,
analiza el amor
y se acostumbra
a seguir como está, junto a tu cuerpo
que quizá me recuerde todavía
desnudo entre las sábanas,
o las noches de lluvia nos confirman
que la vida, posiblemente hermosa,
no siempre es un asunto disponible
y que a veces resulta incluso mucha,
temible como ahora,
mientras que tengo miedo de besarte al azar.
Lo sé. Hemos sido extranjeros
hablándonos por señas demasiado cercanas,
ansiosos en las calles
de una nueva ciudad,
esperando tal vez que nos fotografíen
delante de este amor y de sus cicatrices,
eso que confundimos con nuestros sentimientos
o acaso
—en noches de locura—
con una sensación de humedad en los ojos.
Pero en pocas palabras se resumen
casi todos los días,
sus sílabas contadas en mis versos
y la felicidad.
Tibiamente los años
nos descubren
que nada existe ya sin tu sudor y el mío,
que somos todavía demasiado solemnes
cuando nos sorprendemos
temblando de pasión,
llenos de instinto mal disimulado.
Por eso, mientras llueve,
agradezco tu cuerpo entre las sábanas
y esta pasión desierta
de acariciar tus muslos,
más o menos extraños
y hermosos como un sueño
que acaba de llegar.

@(Luís García Montero)

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