He estado por la mañana en una multitudinaria exposición de gestos; interesantísima porque, al fin y al cabo, de gestos estamos todos hechos.
Contamos con los dedos cuando intentamos recordar, nos damos golpecitos en la cabeza para empujarle a la memoria y abrimos los ojos hasta la redondez cuando conseguimos que llegue la palabra que teníamos en la punta de la lengua.
Movemos el pie incesantemente, nos aferramos a un bolígrafo para no caer al precipicio o movemos los labios sin hacer ruido, como hablándole al fantasma que llevamos dentro.
Tenemos gestos para todo: para los nervios, para el dominio, para la ira, para el amor, para la desesperación. Gestos aprendidos de quienes nos rodean, transformados por nuestra propia usanza, pero reconocibles.
Hay gestos para la mentira y para la verdad, para la conquista y para la risa, para levantar barreras que nos separen de los otros y hay gestos para bajarlas.
Adoro a la gente que te toca cuando te habla, a quienes siempre sonríen cuando no saben qué gesto adoptar. Me gustan quienes, cuando se asoman a una barandilla, echan todo su peso sobre una pierna mientras le enroscan la otra.
Me encantan los ojos que me miran cuando me hablan y los que no se apartan cuando yo les apunto con los míos. Me gusta la gente que, al enseñarte algo que tiene en las manos, las orienta con el dedo gordo hacia arriba. Disfruto viendo a quienes se hacen caracoles en el pelo para ahuyentar el desasosiego.
Cada persona que conozco tiene una sonrisa distinta, reconocible, como una marca de agua. Hay risas que reconocería en cualquier parte, ojos que se abren para iluminar una estancia y manos que bailan mientras me cuentan historias de otro mundo.
Abrazar durante seis segundos es el gesto de cuerpo entero que más agradezco. Besar a corazón abierto, también.