Cuando te veo, balbuceo, laleo. Mi pensamiento se vuelve sincrético, egocéntrico, animista. Soy incapaz de aceptar la permanencia de los objetos que se salen de mi campo visual, pero creo en el objeto del deseo como si fuese una llama que me va a quemar.
Vuelvo a la etapa sensorio-motora. Como una reacción circular secundaria, mi cuerpo repite acciones por el simple hecho de que me proporcionan un placer indescriptible. Y aquello que produce placer, siempre tiende a repetirse.
Por eso te busco la boca con los ojos y después acerco lo labios. Una electricidad que no sé de donde viene ni a donde va, circula por las lenguas que entrechocan. La caída del potencial puede que sea exponencial, pero la subida siempre es asintótica.
Me acomodo y te asimilo, el desequilibrio me doblega contra la pared, los esquemas se me parten en trocitos y para buscarlos tengo que hurgar con prisa por debajo de tu ropa.
Entonces me arden los dedos y entiendo por fin la diferencia entre causa y efecto. Me dejo envolver por el afecto y ya solo quiero transducir, pasar de lo concreto a lo concreto.
Intuyo que me dices, con lenguaje simbólico, cientos de preconceptos al oído. Y quiero entonces conocer la realidad y adentrarme en tus gemidos, pensar solo en lo que está dentro, en el mismo espacio, en el mismo tiempo, y alcanzar el número dos por descomposición de sus elementos.
Y cuando se nos dispara la herencia, el ambiente se tersa, te acurrucas en mi pecho y el entorno social vuelve pesados los ojos hasta que te duermo y te envuelvo en mi sueño egocéntrico y preoperacional.
Sólo entonces entiendo la conservación de la cantidad, que no cambia aunque el continente cambie de forma y se vista, me acaricie la frente y me invite a (bal)bucear otra vez por debajo de su falda.