Una vez un niño —muchas veces muchos niños, miles de veces miles de niños, todas las veces todos los hombres— me dijo con cara de incredulidad, mientras observaba los cristales desparramados por el suelo:
—Yo no lo he tocado. Se ha roto solo.
Esa vez a ese niño —muchas veces a muchos niños, miles de veces a miles de niños, todas las veces a todos los hombres— le respondí con cara de incredulidad, mientras observaba los cristales desparramados por el suelo:
—Si se ha roto solo, solo se arreglará.
Pero no. El niño y yo esperamos en vano observando los cristales desparramados por el suelo. No se arregló solo. No hubo más remedio que recoger los dichosos cristales que tanto tiempo estuvimos observando.
Aquel niño —que era yo—, dejo de ser niño recogiendo cristales desparramados por el suelo. Siempre hay un suelo del que recoger cristales que, ahora lo sé, no se rompieron solos.
Sea cual fuere la causa, todos los cristales rotos cortan y, además, no pueden arreglarse. No conviene empeñarse. Ni aun siendo uno mismo el cristal que se resquebraja.