Importante misión tengo encomendada, por el simple hecho de saber hacer una tortilla de patatas. El azar, como siempre, me ha echado una mano y en el gran sorteo paritario, mi bolita pesaba más.
Cien aspirantes a cocineros traen la suya hecha en casa y, durante diez horas al día, escucho pacientemente cómo eligieron las patatas, el modo epistemológico en que las pelaron, la fuente sociológica en que las dejaron reposar y las razones psicológicas que justifican el porqué fue así como las partieron.
Mención aparte merece el relato de cómo cascaron el huevo. Están aquellos que, fuertemente pertrechados de citas y dictámenes, batieron por separado las claras de las yemas, en feroz oposición al nutrido grupo que decidió mezclarlas tal y como cayeron en el plato.
Pero la verdadera fuente de la controversia es la cantidad y calidad de la sal con que aderezaron los ingredientes, la fuerza del fuego, el material con el que la sartén fue construida y, sobre todo, el punto de cocción en el que estaba la tortilla cuando le dieron la vuelta. Cosa que no se ve, ya que todos traen su obra hecha de casa, si bien es cierto que algunos traen un informe que valora positivamente lo bien que le dieron la vuelta sin ayuda de plato, se supone.
Y aquí estoy yo, en el fabuloso mundo de las tortillas de patatas, con tres kilos de más, cuatro horas menos de sueño, el colesterol por las nubes y las almorranas en pie de guerra. Aquí estoy yo, con un flemón y sin poderme lavar los dientes, soportando digestiones espesas y un derrame de mala leche.
Futuros chefs de toda la geografía nacional vienen aquí, a que yo pruebe sus tortillas. ¡No es genial! Así se comerá en los restaurantes durante los próximos años, a mi gusto.