Algunos días parecen estar hechos para la risa, para salir de uno mismo y sonreírle al mundo. Otros parecen como si de una carrera de obstáculos que hay que salvar se tratara.
Hay días que se nos presentan tristes, como si el cielo encapotado presagiara lluvia o canciones de las que no se puede escapar. Notamos que algunos días vienen decisivos, otros llegan con la lengua fuera, otros pesan en el corazón.
De este modo, esa incertidumbre hace girar la rueda del mundo, el engranaje de las semanas que pasan —a veces tan deprisa, a veces tan despacio— por nuestros dedos. Hay días que se rellenan de distancia, días que flotan como burbujas y días con nudos marineros en la garganta.
Pero los domingos son días de trámite, días anodinos, horas medio vacías que hay que pasar hasta que lleguen las otras más llenas. Vienen despacio, transcurren cansinos y se extinguen lentamente, como aceite escurrido que sale manso de la alcuza menguando hasta hilo y después, hasta gotas que parecen no terminar de caer nunca.
Parece entonces que, los domingos, no queda nada que hacer salvo embadurnarse de ausencia, de una ausencia curativa y ácida, una ausencia que me unto en las sienes, en las mejillas, en los labios y que me deja una curiosa suavidad en las manos. La suavidad de la nada extendida en una fina capa.
Tal vez sea el tiempo de afuera que pide calor, la claridad del cielo que me recuerda tus ojos o esta melancólica impaciencia que las letras hacen rugirme en el estómago. El caso es que este domingo que me mueve los pies como sin alma y sin objetivo, sin saber a dónde me llevan, se me está haciendo muy viscoso y sólo acaba de empezar.
A ratos deseo un sobresalto, una sacudida, un temblor. Pero dicen que no es prudente despertar a los sonámbulos. Tal vez tengan razón y haya que dejar que los domingos sean días de permanencia o de espera.
Permanencia
Duro decir:
Te amo,
mira cuánto tiempo, distancia y pretensión
he puesto ante el horror de esa palabra,
esa palabra como serpiente
que viene sin hacer ruido, ronda
y se niega una, dos, tres, cuatro, muchas veces,
ahuyentándola como un mal pensamiento,
una debilidad,
un desliz,
algo que no podemos permitirnos
—ese temblor primario
que nos acerca al principio del mundo,
al lenguaje elemental del roce o el contacto,
la oscuridad de la caverna,
el hombre y la mujer
lamiéndose el espanto del estruendo—.
Reconocer
ante el espejo,
la huella
la ausencia de cuerpos entrelazados
hablándose.
Sentir que hay
un amor feroz
enjaulado a punta de razones,
condenado a morir de inanición,
sin darse a nadie más
obseso de un rostro inevitable.
Pasar por días
de levantar la mano,
formar el gesto del reencuentro y arrepentirse.
No poder con el miedo,
la cobardía,
el temor al sonido de la voz.
Huir como el ciervo asustado del propio corazón,
vociferando un nombre en el silencio
y hacer ruido,
llenarse de otras voces,
sólo para seguirnos desgarrando
y aumentar el espanto
de haber perdido el cielo para siempre.@(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 1992)