Aunque la luna está llena, todo lo demás está vacío: la noche, las sábanas, el reloj. No me di cuenta, ni siquiera supe hasta hace un momento que el corazón me estaba latiendo con silencios de corchea.

Miro fotos de caras vacías que hay sobre el escritorio, miro el hueco que deja una lumbre en el hueco enorme de la chimenea. Con nada en los bolsillos, con las manos exentas y un agujero en el estómago, miro afuera como si la respuesta estuviese más allá.

También la lluvia está hueca y hay un sinfín de charcos secos sobre el asfalto que brillan en la penumbra como un cielo que se hubiese estrellado contra la tierra. El paisaje se ha borrado en acuarelas que se aplastan contra el cristal y no se ve a nadie por ninguna parte.

Cojo el coche vacío pensando en escapar de mí mismo. No se oye nada, salvo ese retumbar del eco del pensamiento en la oquedad de la cabeza. El papel sigue en blanco, el futuro está bien no escrito, el pasado se prepara para olvidar. «Vengo con la vida vacía, hace mucho que se me encendió la luz de la reserva», digo en voz alta en mitad de la gasolinera. Y como el que sale de un pozo sin fondo, oigo que la puta máquina me contesta: «Gracias por repostar».

No nos hemos muerto, seguimos despiertos. Pero nos atacamos unos a otros con bombas de invisibilidad. Yo ya no te veo, ni tú tampoco me ves mirar. Grita y sálvate. O déjame en paz.