La vida es insomnio

La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

A modo de prólogo

Han sido trescientos cuarenta fotogramas de una película que dura exactamente mil y una noches. Los he escrito bajo la luna —porque yo nunca aprendí a escribir de día—, durante varios insomnios que para mí han sido la ventana desde la que poder vivir otras vidas.

Son muchas las historias que expongo en estas letras y, aunque puedo reconocerme en algunas, no consiste este libro en una autobiografía. Más bien se trata de un modo de mirar a mi alrededor intentando encontrar eso —no sé si tiene nombre, ternura, tal vez— que consigue hacer que el mundo no nos pase por encima sin dejarnos la profunda huella de habernos sentido vivos.

El orden y el agrupamiento de los textos no es cronológico. Está minuciosamente desordenado con la intención de parecerse a una historia —a muchas—, sin narrar una trama concreta e indiscutible. Sino que siembra pistas, plasma impresiones para que quien lee pueda —o no— reconocerse en ellas y completar con sus propios detalles todos los conflictos que se sugieren en el libro.

No obstante, al contrario que cualquier blog, los textos están ordenados de más antiguo a más moderno para facilitar su lectura como si se tratase de las páginas de un libro que estamos leyendo en un dispositivo electrónico.

Pero hay otras formas de recorrer este insomnio, estos cinco insomnios, y a lo largo del libro propongo algunos otros trayectos posibles. El primero que se me ocurre ahora consistiría en invertir el orden de los capítulos, empezar por MUDANZA y acabar en HOSPITAL.

Por otro lado, casi todos los textos se pueden leer de modo independiente. Las relaciones que tienen entre sí son más sugeridas que explícitas, tienen más que ver con estados de ánimo que con los vericuetos de las andanzas de algún personaje.

Y creo que ese mosaico difuso que conforman termina por ser capaz de componer la película de una vida imaginada —¿acaso no lo son todas?—, tan caprichosa como el azar, tan imprecisa como una memoria, tan mentira como cualquier verdad.

LA VIDA ES INSOMNIO

He vivido en todos los insomnios.

En el de la angustia, en el de la soledad,
en el de la tristeza, en el del manicomio.
He vivido en el insomnio del deseo
y también en el del amor.

En el del silencio de los hospitales
en el de las palabras que regresan,
en el insomnio de la memoria.

Y me he mudado ahora
a un enorme tiempo duermevela
que me aprieta el corazón.

La vida es insomnio, que no sueño.
Se equivocaba Calderón.

Y aquí sigo, sin dormir, contándome historias que me quitan el sueño pero me dan la vida.

Francisco José Pérez Rodríguez

Perder la cabeza

«No puedo perder la cabeza», se decía a sí mismo, pero no como el propósito de enmienda de alguien propenso a extraviar pensamientos, ni como el deseo de cordura de un hombre que mira el fondo del abismo al que pensaba saltar.

Lo decía como la constatación de un hecho flagrante, como una imposibilidad manifiesta que salía a relucir en cualquiera de sus actos. Nunca pudo emborrarcharse, y mira que hubo tiempos en que lo deseó fervientemente para olvidar asuntos que le rondaban las pesadillas. Nunca pudo gritar a destiempo por razón de rabia o de alegría.

Nunca pudo tocar lo que no era suyo y salir corriendo hasta desaparecer detrás de una esquina. Ni siquiera recuerda haber perdido nunca la cabeza al calor del deseo, ni en brazos de una mujer en ese momento de éxtasis en el que el universo parece resumirse en un sólo impulso y la sangre late atormentando las sienes y calentando el corazón hasta que ebulle el líquido de la vida.

No pudo nunca perder la cabeza y, de un tiempo a esta parte, eso era algo que le hacía perderla. Por eso, quizás, notándose diferente a su yo anterior, cuando entreabrió los ojos al foco del techo y escucho el sonido rítmico de la máquina que marcaba los latidos de su corazón, se dirigió a la sombra borrosa que había a los pies de la cama y con voz pastosa preguntó:

—¿He dicho alguna tontería?

—¡Claro que no! —respondió la sombra, que sonrió al verlo con los ojos aún desenfocados y la expresión boba que la anestesia le pintaba en la cara—. Tú no sabes perder la cabeza.

Y contra todo pronóstico, aquella respuesta le entristeció.

Vino a verme una poesía

Mucho más juvenil y en mejor estado, el médico se quedó a los pies de la cama en la que él permanecía tumbado con rostro inexpresivo.

—¿Es que no durmió bien anoche? —preguntó señalando las ojeras que le llegaban casi hasta el ombligo.

—Bien, lo que se dice bien, hace mucho tiempo que no duermo, ya casi ni me acuerdo de eso qué es. Pero, qué va, precisamente anoche descansé más que ningún otro día.

—¿Descansó mejor por algo en particular, no le molestaron las heridas ni la espalda?

—No —respondió enseguida—, no fue por eso, me sigue doliendo todo. Pero es que anoche, después de tanto tiempo, vino por fin a verme una poesía.

—Ya… bueeeeno… estupendo —dijo con cara de incredulidad—. Lo único que yo puedo decirle es que ha mejorado el color de su orina.

Quién sabe si, la poesía, tal vez, provenga también de las vísceras.

Sonambulatura

Todas las historias, de cualquier tipo, en el más amplio sentido del término, comienzan con una mentira. Había una vez un hombre que no dormía. Pero no era cierto.

Es imposible estar vivo y sin dormir más de setenta y dos horas seguidas. Así que, aquel hombre, que no era hombre, no sabía que dormía.

Y no había una vez, sino muchas, que aquel hombre no se ajustaba a las rutinas a las que se adaptan todos. Tal vez no fuese mentira y, en realidad, padeciera insomnio.

Que no es otra cosa que aislarse del mundo real y despertar en una mentira. Que se despertaba dormido y no distinguía lo natural de soñar de lo artificial de los sueños. Digamos, entonces, que, más bien, aquel hombre dormía despierto.

Había una vez un hombre que vivía sonámbulo de día y de noche despertaba al desvelo.

Todas las historias, de cualquier tipo, en el más amplio sentido del término, terminan con una mentira. Y aquel hombre, escribía en sueños.

Todas las historias, todos los cuentos, suelen ser mentira. Pero no puedo contradecirlo ni asegurar que es cierto. Porque mentiría si no escribiera que la vida, que esta vida que tengo, es el sueño de un hombre que escribía cuando dormía despierto.

Solo, pero no sólo

Hablaba solo, sin mover los labios, todo el santo día, todo el puñetero insomnio. Y cuando los movía, le parecían lo labios de otro.

Pensaba solo mientras le hablaban los demás, andaba solo hasta en los vericuetos de la colmena, dormía solo aunque el otro lado de la cama se moviera ligeramente. Cuando no pensaba, cuando no andaba, cuando no dormía, le parecía estar en la cabeza de otro.

Comía solo, trabajaba solo, descansaba solo. Escribía solo. Y cuando no comía, cuando no trabajaba, cuando no descansaba y, sobre todo, cuando no escribía, se parecía otro.

Aunque no sólo hablaba, no sólo pensaba, no sólo andaba, no sólo dormía, no sólo comía, no sólo trabajaba y descansaba. No sólo escribía.

Soñaba solo. Bueno, quizás no. Tal vez en eso no estaba solo… O es que sólo soñaba.

A veces

A veces nada ocurre y todo pasa,
y la vida es
débil música
mojada por la lluvia
—quizá tan sólo desconsuelo—;
ella misma me tiende
no sé si una mano o una trampa;
un papel en el que escribo
un poema para huir
de las manos oscuras del miedo.

(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días, 2006)

El silencio no existe

La banda sonora de la vida nunca se detiene. Pulsos, arpegios, pasos, zumbidos… El silencio no existe como tal, salvo en el papel de los pentagramas.

Pero aquí fuera, la vida nunca se calla. Los pensamientos tienen sonido, los recuerdos llegan precedidos de una música, el miedo está envuelto en una sucesión de ruidos que lo acompañan.

Respirar consiste en enviar peticiones de auxilio al aire que se escapa. El corazón late en morse con mensajes larguísimos de sangre que se altera, de humores que corren desatándose por las venas, de ritmos que conmueven mientras traspasan los cuerpos hasta quedarse adheridos al tímpano.

Tocar hace ruido. Una vibración que estalla por debajo de la mesa cuando, las manos que se buscan, al final se encuentran formando un estruendo que se escucha por debajo de la piel. Besar es una explosión que tapa cualquier otro sonido.

Buscar tus ojos y encontrarlos en los míos despierta las voces de ese estrépito que no me deja escuchar nada más que el ruido inconstante de los parpadeos, el eco mecánico de las teclas y el de aquellas gotas de lluvia que resbalaban en el cristal.

También la ausencia suena. Estallando en una algarabía que se extiende más allá de la música de los vecinos y del runrún de los aparatos y de la cascada del agua en la cabeza y del ruido hiriente de las ambulancias y de las voces de los niños y del paso lento de las manecillas.

Llega con el fragor de una voz incansable que me grita por dentro y sin descanso que no estás. Hasta que se para un momento, un instante tan solo, cuando esta música de texto me deja leer que existes…

Tengo cita con una sombra

Me he levantado hoy somnoliento. El despertador no ha sonado, no ha necesitado sonar para que una campana dentro de mi cabeza me avisara a tolones que había que ponerse en pie.

Me he levantado con los ojos cerrados. Llevo una hora grabada, una ausencia encendida y una inquietud arrancada y al ralentí. Tengo cita con una sombra.

¡Converso tantas veces con ella! Como un loco que le habla a las fantasías mientras vaga perdido por la realidad. Pero hoy, dentro de un rato, ocurrirá la luz exacta y, tal vez, ella aparezca y me conteste.

Ella es una sombra y yo soy un reflejo. A nadie podemos contárselo porque ¿quién podría creer que, el dolor de perder lo que no tenemos, es tan real?

Pero ya basta de mirarse el ombligo, se acerca el momento. Me voy a pulir un poco delante del espejo antes de que llegue. Los reflejos tenemos la necesidad y el gusto de brillar, aunque solo duremos un momento.

Patio

Se sienta en el patio y fuma. Recoge las hojas con la vista que deja perdida en un punto indeterminado de la verja que le separa del mundo. Quizás el mismo punto en el que se le pierden los pensamientos.

No puede estarse quieto. Al cabo de un rato cambia de postura y de cigarro. Sigue fumando, sigue buscando, sigue perdido. A veces recuerda indeciso y, de tanto en tanto, decide olvidando lo ya decidido.

El dolor le aprieta los párpados en el último humo del cigarro. Ahora toca cumplir con la esclavitud de las piedras y sube renqueando al asiento de las torturas. Un rayo, un chorro, un suspiro después, vuelve sobre sus pasos.

Se sienta en el patio y fuma. No puede estarse quieto, ni puede moverse. Y aunque parece dormido, sigue despierto, perdido en el mismo punto cuando llega la noche y San Nolotil le toma la mano y le dice al oído: «Tienes que dormir un rato».

Y su insomnio sueña que está fumando en el patio.

Vacunas

Se inocula una pequeña cantidad de agentes debilitados, generalmente sobre una solución salina de pH neutro, en varias dosis, según sea el caso y la resistencia del espécimen. Bacterias, casi siempre, aunque están en estudio otros agentes.

El efecto no es inmediato. Pero cuando la fisiología reacciona, lo hace furiosamente y se producen episodios de fiebre, malestar y desasosiego general. Es una especie de lucha interior que se desencadena por el dominio de la situación y para hacer perdurar el efecto agradable de las consecuencias.

Algunas veces, se ven visiones, los colores se intensifican o se pierde el sueño, que son efectos corrientes y hacen pensar en una mayor gravedad de los acontecimientos. Incluso, si dicha reacción dura en exceso, suelen ocurrir trastornos nerviosos y cambio de hábitos, que pueden conducir a situaciones de estrés melancólico.

En esos casos es bueno caminar, respirar hondo y hablar solo. Evitar alcohol y tabaco, que producen una euforia nerviosa que lleva, alternativamente, a soltar la lengua o a no poderla despegar del paladar. Se acaba la saliva enseguida y, en parte, a eso se debe un cierto descenso comunicativo del paciente.

Al mismo tiempo, la sangre tiene tendencia a almacenarse en lugares sin salida, lo cual desencadena una actitud retraída del sujeto para evitar que se note lo evidente. Es muy común que la tensión digital se alivie con procedimientos analógicos de índole solitaria y nocturna. Pero no son síntomas graves, incluso consiguen aliviar momentáneamente la ansiedad.

El efecto se describe muy gráficamente en la literatura especializada como un atontamiento generalizado que, en casos graves, puede durar toda la vida. Aunque remite gradualmente, su duración es variable, según los sujetos y la intensidad de la reacción al dejar de exponerse al agente.

Por fin, la fuerza de la fisiología vence y todo vuelve a la normalidad y al sosiego. Este es el curioso mecanismo de las vacunas, según Pasteur, mediante el cual, la enfermedad se cura a sí misma en un proceso lento de acondicionamiento interior.

Pero si el proceso se alarga, es conveniente añadir tratamiento de besos. Uno cada ocho horas, al menos. Aunque no sé si eso también lo observó Pasteur tan de cerca como yo.

Como en una vieja película de Hitchcock

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras los protagonistas avanzan por la escena encadenados. Las luces cambian y a veces llueve, pero el escenario permanece suspendido en un tiempo ficticio —como extraños en un tren—, que traza el guion que, por cierto, aún no está escrito.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras él sube y baja los treinta y nueve escalones infinitamente repetidos, mientras suena la puerta y aparecen otros personajes en la ventana indiscreta que dan su punto de vista y él hace mutis en una esquina intentando no oír.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, porque todos parecen conocer el desenlace menos él, porque no cabe la sombra de una duda, porque todos han visto ya esta película —o una versión antigua protagonizada por otros—, porque parece que sólo importa que el final sea conmovedor.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras el vértigo da paso a la nausea, y luego llega la tos hacia el desánimo o el insomnio se acelera engurruñido en el sillón. El humo se sale del encuadre por el patio interior, así que nunca se sabe donde está el fuego, sólo se sospecha y no hay manera de atrapar a un ladrón… Y sólo parece importar lo que pasará luego, como si en la psicosis de ahora nadie estuviera en la pantalla y todo fuese un fundido en negro.

Y sube la tensión, porque no es una vieja película de Hitchcock, porque nadie con voz de mando gritará «corten», porque todas las manos tiemblan cuando repasan el guion, porque la luz avisa que sólo se hará una toma.

Y sobre todo, más allá de ninguna otra causa, va subiendo la tensión porque él cierra los ojos sabiendo al abrirlos, por desgracia, continuará…

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