«No puedo perder la cabeza», se decía a sí mismo, pero no como el propósito de enmienda de alguien propenso a extraviar pensamientos, ni como el deseo de cordura de un hombre que mira el fondo del abismo al que pensaba saltar.

Lo decía como la constatación de un hecho flagrante, como una imposibilidad manifiesta que salía a relucir en cualquiera de sus actos. Nunca pudo emborrarcharse, y mira que hubo tiempos en que lo deseó fervientemente para olvidar asuntos que le rondaban las pesadillas. Nunca pudo gritar a destiempo por razón de rabia o de alegría.

Nunca pudo tocar lo que no era suyo y salir corriendo hasta desaparecer detrás de una esquina. Ni siquiera recuerda haber perdido nunca la cabeza al calor del deseo, ni en brazos de una mujer en ese momento de éxtasis en el que el universo parece resumirse en un sólo impulso y la sangre late atormentando las sienes y calentando el corazón hasta que ebulle el líquido de la vida.

No pudo nunca perder la cabeza y, de un tiempo a esta parte, eso era algo que le hacía perderla. Por eso, quizás, notándose diferente a su yo anterior, cuando entreabrió los ojos al foco del techo y escucho el sonido rítmico de la máquina que marcaba los latidos de su corazón, se dirigió a la sombra borrosa que había a los pies de la cama y con voz pastosa preguntó:

—¿He dicho alguna tontería?

—¡Claro que no! —respondió la sombra, que sonrió al verlo con los ojos aún desenfocados y la expresión boba que la anestesia le pintaba en la cara—. Tú no sabes perder la cabeza.

Y contra todo pronóstico, aquella respuesta le entristeció.