La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

diciembre2024 (Página 1 de 4)

El centro de la masacre

Acabo de despertar en el centro de la masacre
donde las palabras se inflaman
con la espuma de las olas como promesas
que el mar devuelve incesantemente hasta la orilla.

Porque para perder la esperanza siempre hay tiempo
quiero hacerme amigo del olvido
mientras me rezume esta inhóspita alegría
de haberle perdido el miedo
a no estar a la altura de la vida.

Flotar

Allí, en mitad de la sierra, con un sol joven y limpio, sobre un colchón de aire, flotaba. Flotaba, notando los movimientos del agua, suaves, melódicos. Tenía los ojos cerrados y la cabeza en otra parte.

Abandonado a la deriva el cuerpo, la cabeza también. Sin gravedad, sin punto de apoyo, sin saber hacia donde. Que hipnótica sensación la de flotar completamente ingrávido, marioneta del azar de la brisa sobre el agua.

Le dio calor y se dejó caer a la piscina. Y se quedó dentro unos segundos, completamente sumergido, nariz tapada y ojos cerrados, hasta que salió a flote por la superficie y, aún así, se extendió hacia atrás con los brazos abiertos. Hacerse el muerto, no pensar, flotar.

Cuando aquella tarde, la mujer que conducía abrió el saco de los perros, él no quería discutir. Se ha quedó echado hacia atrás en el asiento para imaginarse flotando sobre un colchón tapizado, completamente ingrávido, marioneta del azar de los semáforos.

Flotar sobre la cama, hacerse el dormido, ingrávidos los pensamientos, marioneta del azar del ventilador y del insomnio. Flotar contra el deseo, contra el pesado saco que arrastra la lengua por los desiertos, flotar para defenderse del infierno cotidiano.

Le dio calor y se dejó caer sobre sí mismo, sin gravedad, sin punto de apoyo, sin saber hacia dónde. Hacerse el muerto, morirse, no pensar, seguir flotando, como en un sueño.

En el orden que prefiera

A veces empiezan bien mis sueños, y entonces
pueden llegar a ser playas de África
o improbable pasajes de avión hacia el deseo.
A veces empiezan bien mis sueños, a veces me recuerdan
lugares que no he visto y en los que fuimos tan felices,
lugares anónimos, antiguas cartas, aventuradas huidas
y si hay suerte pueden llegar a ser incluso
unas cuerdas vocales que afinan su voz
entre unas piernas.

Porque a veces empiezan bien mis sueños.
Pero otras se despistan, por lo común se cansan y así
suelen acabar teniendo el mismo rostro
que la casa Batlló, pues ociosos y torpes se recuestan
en demasiados bares, en demasiadas tardes,
estúpidamente llenos de Rambla Cataluña y Paseo de Gracia,
hasta batiendo palmas los benditos
mientras ni pueden evitar que de las gabardinas
del fracaso y del alcohol les crezcan
abatidos pájaros
que vagamente me recuerdan
a la hirsuta soledad
de la que no he conseguido salir nunca.

Quizá en esta tierra el hombre sólo puede amarse y detestarse,
amarse y detestarse, sucesivamente, en el orden que prefiera.
Pero esta materia da apenas para un cuento,
y además creo que ya Borges —un fastidio—
escribió mejor de todo esto.

(Santiago Montobbio, Hospital de inocentes, 1989)

Resto

Eso quedará de mí en esta casa, el reflejo de mi imagen atrapado en el cristal de la ventana, la oscuridad de haber cerrado los ojos con miedo, el idioma extraño con que el gotelé se reía en mis dedos de la imprecisión de los interruptores.

En esta ciudad permanecerá mi primer llanto atrapado en un papel endeble, el olor de aquella noche, cuando tantas veces decidimos cruzarnos de labios.

Quedará mi desierto extendido sobre sus calles hecho con los granos de arena que fui dejando perdidos después de haberlos pisado, quedará el desconcierto de los parques deambulando por noches solitarias y ese vacío con el que nadie se sentaba en el autobús a mi lado.

Para el resto no quedará de mí nada apenas, un atisbo en la genética o en los apellidos, la familiaridad de los horóscopos, el número que me corresponda en las estadísticas y alguna palabra que a alguien se le escape durante el breve periodo en que resisten los recuerdos impasibles al olvido feroz.

En la casa seguirán quejándose las persianas con el viento, la ciudad no interrumpirá su interminable gasto de asfalto. Y el resto, el resto ya lo sabemos en los otros que un día, también, se fueron.

La casa que

La casa que abrigó tu corazón
será una ruina. Furtivos
en la noche
la habéis abandonado.
Oscura en el jardín la tierra removida.
Quise
decir traición

y dije llanto

(Ada Salas)

Hay libros que se escriben

Hay libros que se escriben sobre la carne misma.
Son esas cicatrices que nos hablan
y sangran
cuando el tiempo se rinde a su derrota
un puñado de signos que apenas
comprendemos

y eran el beso intacto de la vida.

(Ada Salas)

Me persiguen los silencios

Amaneció un día sin hojas secas revueltas por el frío o por la distancia, un día sin miedo, y yo quise pintarlo de antiguo, de cuando buscaba rosas en mayo.

La mañana se hizo suspiro sobre las rayas horizontales de la camisa, alrededor de la espiral de los volantes, mientras se apartaban las montañas dejando paso.

Pero al llegar me persiguen los silencios, todos los silencios propios y ajenos me persiguen. Todas las paradas, los semáforos, los atascos me atenazan la saliva, el corazón me palpita como una bomba, todas las manos se me llenan de bolsillos y me persiguen todos los humos del silencio, todas las esquinas que guardan algún secreto.

Es verdad que mi corazón silencioso es un verso roto e incontable, un corazón que nunca rima, que hace grumos inútiles cuando se revuelve y salpica el pasado.

Es verdad que todos mis pasos penden del hilo de una carcajada que flota en el aire, que respiro sin estilo, que mis secretos son bromas ya muy conocidas, que la luz, en donde veo destellos, no me impide equivocarme ni que me duelan contra el suelo las rodillas.

Pero también es cierto que las hojas secas pueden llegar a todos los caminos y venir de todas partes, así que resoplemos fuerte, tropecemos erguidos, mantengamos en equilibrio las heridas y el cansancio, y desarruguemos la frente.

Nadie está a salvo, no es bueno confiarse, porque desde cualquier vida que uno cuente ¡es tan sencillo despeñarse!

Cuando te dicen que no

¿Qué hace la gente cuando le dicen que no?

Unos deshacen maletas, quitan la mano de pierna ajena, dan un paso atrás. Hacen como que no les importa, se quedan cariacontecidos, se hunden, se culpan, se maltratan. Se sienten zumbar las orejas, se tocan la nariz y miran a la distancia, como si allí hubiera un punto en donde confluye toda frustración. Algunos lloran a lágrima viva o, lo que es aún peor, ríen en seco.

Otros gritan, insisten, se exasperan. Intentan imponerse, piden explicaciones, se les ensanchan las aletas de la nariz y sueltan retahílas aprendidas de insultos e imprecaciones. Levantan la mano o la soberbia, dan pasos pesados por la habitación, se ponen a la defensiva.

Hay quienes hacen lo uno deseando hacer lo otro, quienes quieren deshacer la pregunta que hicieron para evitarse el sufrimiento. Los hay que cambian el billete, los que huyen hacia ningún lado, los que cierran el pico y sufren en silencio.

Cuando a mí me dicen que no —que es continuamente— lo cambio por un «quizás» y espero un tiempo antes de volver a preguntar. Para seguir escuchando el eco del no, al principio con dolor de tímpanos, pero después, el oído se me acostumbra, la memoria olvida el silencio y vuelvo a preguntar con el mismo miedo con el que pregunté la primera vez.

Porque hay quienes se dicen «tú te lo pierdes». Pero yo soy muy consciente de que quien se lo pierde soy yo.

Cuando te dicen que no, ese que sale o que se queda, energúmeno o alfeñique, cabezón o perdedor, ese que te sale por la voz y por la rabia, ese, precisamente ese, no te engañes, ese también eres tú. Quizá el más tú de todos los tus que se puede llegar a ser.

Dime otra vez que no, que no, que no… Dime otra vez que no nos perderemos.

Se descalzan los días…

Se descalzan los días
para pasar de largo sin que nos demos cuenta.
Son casi despedidas, casi encuentros
—felices pero incómodos—
de cuerpos que se miran
y que aplazan la cita.
Aunque detrás,
suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.

De aquel jardín inculto yo conservo
el hombre que venía a desearte,
a caminar sin ti,
silvestre y solo.
Porque de ti le hablaban las adelfas,
con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,
y las palmeras altas igual que tu desnudo,
y aquel cielo corrido
que buscaba
la luz con que el amor te distingue los ojos.

No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.

Y ahora puedo decírtelo,
cuando tú me recuerdas las adelfas,
y tu desnudo en arco dibuja una palmera,
y los ojos se nublan
sobre el jardín silvestre de los enamorados.

Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo
se quitó los tacones para no molestarnos.
O es acaso el deseo
que camina en los labios todavía descalzo.

(Luis García Montero, Diario Cómplice, 1987)

Las palabras

¿Y si detrás de la palabras no hubiese

más que aire? ¿Y si las palabras no fueran barcos,

si no pudieran morder más que un trozo de idioma?

Si todo fuese sudor, dolor, espanto,

realidad que se escancia y se pudre,

tiempo de marionetas que pasa inerte,

nos moriríamos lentamente de desencanto,

nos fallaría la respiración de tanto aire

desperdiciado, caeríamos redondos

ante el ataque de algún pensamiento perdido.

Si detrás de la palabras no hubiese nada,

moriríamos de amor. Moriríamos literalmente

de un amor inútil como se mueren los pájaros

en las jaulas, nos rezumaría el olvido de los peces,

moriríamos hastiados de deseo contenido,

por explosiones de alegría sin salida

o nos quedaríamos rotos, llenos de las telarañas

de cada tristeza sin lágrimas que nos arrollara.

Yo amo las palabras porque todo lo que tengo

son palabras, todo lo que me llevo, todo

lo que me cura o me envenena, todo, son palabras.

Porque los hechos duran un segundo

y el viento se los lleva, la realidad

está hecha con las alas de un colibrí,

el presente es una muralla que nadie sabe atravesar.

Tu piel me dura apenas un roce, tus besos

miden un suspiro, tus ojos me seducen una décima,

la felicidad no puede escapar de un ahora

y todo aquello que no transforma en palabras

la memoria, se escapa y se olvida.

Pero yo amo las palabras como si todo estuviera

por detrás de ellas, como amo a las sombras

más profundamente que a las vísceras,

porque son las palabras las que aman por mí.

Ojalá las palabras fuesen barcos que buscan puerto,

espero que pueden morder más que un trozo de tu idioma,

ojalá no vinieran esos días en que me voy muriendo

con el hambre feroz del vacío, con esta sed

del desencanto y la asfixia del aire

con el que pronuncio el miedo

de que no haya nadie detrás de tu nombre.

El amor

Las palabras son barcos
y se pierden así, de boca en boca,
como de niebla en niebla.
Llevan su mercancía por las conversaciones
sin encontrar un puerto,
la noche que les pese igual que un ancla.

Deben acostumbrarse a envejecer
y vivir con paciencia de madera
usada por las olas,
irse descomponiendo, dañarse lentamente,
hasta que a la bodega rutinaria
llegue el mar y las hunda.

Porque la vida entra en las palabras
como el mar en un barco,
cubre de tiempo el nombre de las cosas
y lleva a la raíz de un adjetivo
el cielo de una fecha,
el balcón de una casa,
la luz de una ciudad reflejada en un río.

Por eso, niebla a niebla,
cuando el amor invade las palabras,
golpea sus paredes, marca en ellas
los signos de una historia personal
y deja en el pasado de los vocabularios
sensaciones de frío y de calor,
noches que son la noche,
mares que son el mar,
solitarios paseos con extensión de frase
y trenes detenidos y canciones.

Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,
acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.

@(Luís García Montero)

Gafas de sol

Los días más claros que uno vive también albergan alguna sombra. Nacen con un cierto desdén por el mes en curso, son hijos de una primavera atrasada de la que reniegan y se rebelan contra el alma blanca y negra de las fichas de dominó.

Entonces uno pasea o se agita, discute ferozmente o se lanza sobre un cuerpo desnudo que forma con los relojes un ovillo tan difícil de deshacer como la sombra.

Se escucha, también en los días claros, el sonido de un coche equivocado, el de unos pasos que se alejan lentamente, el ruido indivisible de una escalera por la que se vuelve pensando si traemos en las manos aquello que nos impulsó a bajarla.

Por eso es prudente esperarlos, para cuando vienen, con la alegría inconsciente de las gafas de sol, para que esos días, los más claros que uno vive, no nos deslumbren el corazón ni nos dejen los ojos doloridos de tanto apretarlos contra el mismo pasado que nunca vuelve.

Poemas de unidad

20
A veces comprendemos algo
entre la noche y la noche.
Nos vemos de pronto parados debajo de una torre
tan fina como el signo del adiós
y nos pesa sobre todo desconocer si lo que no sabemos
es adónde ir o adónde regresar.
Nos duele la forma más íntima del tiempo:
el secreto de no amar lo que amamos.

Una oscura prisa,
un contagio de ala
nos alumbra una ausencia desmedidamente nuestra.
Comprendemos entonces
que hay sitios sin luz, ni oscuridad, ni meditaciones,
espacios libres
donde podríamos no estar ausentes.

@(Roberto Juarroz, Tercera poesía vertical, 1965)

Mis edades ocultas

Ignoro de donde han salido, pero tengo más edades que la creemos que tengo. Estreno alguna por la mañana, cuando todo es silencio de despertadores mal avenidos; una edad de poca monta, de deseos ateridos tras la persiana y sangre abarrotada que cabalga hacia ninguna parte desde ningún sitio de la sombra.

A eso de las nueve, recupero la edad que siempre he tenido, la que todos me ven en las ojeras, esa que silba entre mis dientes y me va ajando las mejillas de puro roce contemplativo. Esa edad que hace que todos lo que me observan se queden más tranquilos.

A las doce, más o menos, me desvisto con otra edad más tierna mientras me envejecen los pensamientos entre los árboles impasibles. Entonces busco, casi a punta de delirios, razones para los sonidos que se me estampan contra la rutina, motores sucesivos para la risa o, a veces, frigoríficos en los que guardar un silencio, una huida y la ausencia de los latidos.

Durante el almuerzo recobro la edad de los telediarios y el mundo me entra por un oído sin salirme por el otro, como al hortelano del perro. Después me vuelvo muy viejo, casi antiguo, me diseco y me secciono en contraseñas que guardan las monedas estériles de un tesoro que no es mío, de una fortuna que huele a humo.

La tarde me llama por mi nombre y entonces decido ser un niño, entrar en la edad de las limosnas que el azar pone en la cuesta por la que se baja hacia el infierno y los atascos, por donde se huye hacia el ruido de las contraventanas de los otros corazones tan afligidos como el que llevo en el bolsillo de atrás de un pantalón que se me cae con el alma.

Y en la noche llega la otra edad, esa edad de las hecatombes, cuando todo pasa sin que, sin embargo, pase nada. La edad de las telarañas en el teclado, la de las esperas infatigables. La edad terrible en que todo lo que ocurre siempre es más de lo mismo.

Tengo más edades de las que creemos que tengo. Me quedan sin contar, porque soy así de coqueto y no me gusta arañarme la piel si no es para ponerme los zapatos de otro, el puñado de edades que tengo ahora mismo, cuando el tiempo no es otra cosa que frío y palabras.

Obsérvame detenidamente. Vigílame de aquí en adelante y si algún día, en algún momento, me ves teniendo la tuya, esa edad tuya de andar por casa como si la vida fuese un bálsamo, detenme enseguida, méteme en el hueco de tu mano y no me dejes crecer ni un sólo minuto más que tú.

Siempre llueve a gusto de los ausentes

Solo incertidumbres me van rodeando, todo llueve pasajero, incompleto, extraño.

Detrás de la avidez de los análisis con que se arma el ejército de los médicos, hay una inconsciencia latente, un delirio, un torpe ejercicio de desprecio.

Es una mirada pasajera sobre el precipicio, hecha de puntillas, esquivando los días venideros y las noches que aún quedan por desgranarse de la gran mazorca.

Solo incertidumbres salen de mi boca, al mismo tiempo que me entran por los ojos, por las orejas, por las manos. Dudas pasajeras que siempre vuelven cuando acaban de irse, que regresan sin haber llegado al destino.

Me cuentas incertidumbres mientras replico sórdidas letanías de poca monta, porque en el fondo también son las mías y les temo, las llevo ateridas en el corazón de los pasteles y la pérfida alegría con que me rozas ya sabes que no sirve contra las sombras que proyecto.

Solo son incertidumbres de pasajero, de trenes ahítos de vía, solo incertidumbres me dices y te digo.

Y todo, extrañamente, todo luego coincide: cuando te miro a los ojos intentando entender cuánto nos amamos al despedirnos, siempre llueve a gusto de los ausentes.

Escrúpulo

Me parece que vivo
que estoy entre los ruidos
que miro las paredes,
que estas manos son mías,
pero quizás me engañe
y paredes y manos
sólo sean recuerdos
de una vida pasada.
He dicho «me parece»
yo no aseguro nada.

@(Oliverio Girondo, Calcomanías, 1925)

La fe de los paraguas

La lluvia encoge la tarde

distendiendo la noche que se aferra

a las dos manos de un paraguas

que nunca es suficiente.

No es necesario mojarse entero

para sentir el frío

circunspecto

que empapa todas las gotas

empujadas por el viento

que rebotan, monótonas,

en la acera.

A cada paso

más humedad se condensa,

más se espesa la frontera

que nos atraviesa por dentro

dejando irremisiblemente separados

los que ahora somos mojados

de quienes fuimos, antes,

secos.

Pero despojarse del agua,

papel o ser humano,

no dejará nada terso,

sino espacio emborronado

y cuando llueva sobre mojado,

perdida ya la fe de los paraguas,

achicaremos los ojos,

esconderemos las manos,

miraremos al suelo

y apretaremos el paso.

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