¿Qué hace la gente cuando le dicen que no?
Unos deshacen maletas, quitan la mano de pierna ajena, dan un paso atrás. Hacen como que no les importa, se quedan cariacontecidos, se hunden, se culpan, se maltratan. Se sienten zumbar las orejas, se tocan la nariz y miran a la distancia, como si allí hubiera un punto en donde confluye toda frustración. Algunos lloran a lágrima viva o, lo que es aún peor, ríen en seco.
Otros gritan, insisten, se exasperan. Intentan imponerse, piden explicaciones, se les ensanchan las aletas de la nariz y sueltan retahílas aprendidas de insultos e imprecaciones. Levantan la mano o la soberbia, dan pasos pesados por la habitación, se ponen a la defensiva.
Hay quienes hacen lo uno deseando hacer lo otro, quienes quieren deshacer la pregunta que hicieron para evitarse el sufrimiento. Los hay que cambian el billete, los que huyen hacia ningún lado, los que cierran el pico y sufren en silencio.
Cuando a mí me dicen que no —que es continuamente— lo cambio por un «quizás» y espero un tiempo antes de volver a preguntar. Para seguir escuchando el eco del no, al principio con dolor de tímpanos, pero después, el oído se me acostumbra, la memoria olvida el silencio y vuelvo a preguntar con el mismo miedo con el que pregunté la primera vez.
Porque hay quienes se dicen «tú te lo pierdes». Pero yo soy muy consciente de que quien se lo pierde soy yo.
Cuando te dicen que no, ese que sale o que se queda, energúmeno o alfeñique, cabezón o perdedor, ese que te sale por la voz y por la rabia, ese, precisamente ese, no te engañes, ese también eres tú. Quizá el más tú de todos los tus que se puede llegar a ser.
Dime otra vez que no, que no, que no… Dime otra vez que no nos perderemos.
Se descalzan los días…
Se descalzan los días
para pasar de largo sin que nos demos cuenta.
Son casi despedidas, casi encuentros
—felices pero incómodos—
de cuerpos que se miran
y que aplazan la cita.
Aunque detrás,
suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.De aquel jardín inculto yo conservo
el hombre que venía a desearte,
a caminar sin ti,
silvestre y solo.
Porque de ti le hablaban las adelfas,
con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,
y las palmeras altas igual que tu desnudo,
y aquel cielo corrido
que buscaba
la luz con que el amor te distingue los ojos.No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.
Y ahora puedo decírtelo,
cuando tú me recuerdas las adelfas,
y tu desnudo en arco dibuja una palmera,
y los ojos se nublan
sobre el jardín silvestre de los enamorados.Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo
se quitó los tacones para no molestarnos.
O es acaso el deseo
que camina en los labios todavía descalzo.(Luis García Montero, Diario Cómplice, 1987)
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