La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

septiembre2024 (Página 1 de 3)

Con tanto calor

Con tanto calor cuesta arrastrar las maletas. Se hace pesado viajar cuando el sol cae como plomo por detrás de los cristales y te aflige la carne sujeta a los cinturones.

Cuesta respirar, abrir la boca para que el aire del polen te ensanche los pulmones, para que el humo de la soledad te abrase la garganta. Cuesta también soltar el aire ya tragado, despegar los ojos de los párpados a las horas convenidas por la agenda.

Por este calor no circula bien el pensamiento, no se dejan derribar las barreras que se levantaron durante tanto invierno, las manos no resbalan bien sobre una piel reseca de tristeza o sudorosa tras el esfuerzo de comerse los centímetros necesarios.

Cuesta dormir, es difícil conciliar un sueño que tarda en cumplirse, no se puede apaciguar la sangre atormentada por la barbarie de las sábanas. Dar vueltas implorando la misericordia de las ventanas, la bendición de los ventiladores, la paz del vaso de agua, la fantasía de una mano incandescente, la tibia longitud de una lengua que derrita el tiempo en témpura de besos.

Con este calor, la cabeza no para de girar en el horno del deseo, el corazón sufre ataques del asma de las discusiones, la piel suda, gotea y se empapa de tanto no encontrar otra con la que rozarse. Y cuesta levantarse de uno mismo hacia las tareas cotidianas, y cuesta escribir la parte del insomnio que se agranda, y cuesta mantenerse intacto viendo resbalar el mismo viejo sudor por la piel compañera.

Hace mucho calor, tanto calor que hasta cuesta escribir y conciliar el insomnio. Demasiado calor para estar solo, demasiado calor para estar juntos, demasiado calor para estar revueltos. Hace demasiado calor para estar dormidos y demasiado calor para estar despiertos. Demasiado calor para soñar.

Pero, por encima de todo, hace demasiado calor para ahogarse en el vaso de la frialdad. Prefiero arder, desesperarme de fuego y abrasarte entre mis brazos después.

Recuerdo de una tarde de verano

Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje
rozado por la yema de los dedos,
son el mejor recuerdo de unos días
conocidos sin prisa, sin hacerse notar,
igual que amigos tímidos.

Fue la tarde anterior a la tormenta,
con truenos en el cielo.
Tú apareciste en el jardín, secreta,
vestida de otro tiempo,
con una extravagante manera de quererme,
jugando a ser el viento de un armario,
la luz en seda negra
y medias de cristal,
tan abrazadas
a tus muslos con fuerza,
con esa oscura fuerza que tuvieron
sus dueños en la vida.

Bajo el color confuso de las flores salvajes,
inesperadamente me ofrecías
tu memoria de labios entreabiertos,
unas ropas difíciles, y el rayo
apenas vislumbrado de la carne,
como fuego lunático,
como llama de almendro donde puse
la mano sin dudarlo.
Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros,
de las primeras gotas en los árboles.

Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje, de vello traspasado,
su resistencia elástica
vencida con el paso de los años,
vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,
arena humedecida entre las manos,
cuando otra vez, aquí, de pensamiento,
me abandono en la dura solución de tus ingles
y dejo de escribir
para llamarte.

(Luís García Montero)

La actitud del salmón

Por lejana que sea una película, siempre se puede encontrar algún detalle relevante, un fotograma hermoso, una canción delicada. De todos los ojos diferentes que somos capaces de ponernos, solemos encontrar algún par con el que mirar entornadamente lo que la gran pantalla esconde detrás.

La actitud del salmón, por ejemplo, la del salmón criado en la cautividad de unas aguas mansas del norte que, soltado de improviso en el desaguadero de una presa yemení, deja de aceptar la corriente y decide seguir, como si fuese irrenunciable negarlo, ese instinto que nosotros le otorgamos en las enciclopedias de fauna salvaje.

Girarse, despreciar la inercia del agua y nadar contracorriente, saltar las pequeñas trampas del cauce de las aguas que fluyen; y volver al origen, al frío dulce de un nacimiento que también fue el suyo, al frío dulce de un final anunciado tras el desove. Resistirse al devenir.

Ella, como el salmón, se resistía, despreciaba la inercia de los acontecimientos. Al cabo, la actitud es lo que cuenta —eso estoy aprendiendo cada vez con más consciencia—, y no quería dar por terminado ese amor incipiente que aun no acababa de encontrar cuando ya se le había perdido y la había dejado perdida.

Y sin embargo, así perdida, cuando su antiguo novio reaparece de improviso en su vida, le trae un destino que le llega tarde y ella vuelve a resistirse a seguir al otro amor recién aparecido. Nadar contracorriente, siempre; y aferrarse al origen, que también es el fin.

En la actitud del salmón está la clave. Decidir en cada momento qué tentación es la que hay que vencer cayendo en ella. Dejarse arrastrar por la corriente o ir en contra. Saber que nadie se baña dos veces en el mismo río, que la ropa no puede guardarse mucho tiempo, oponerse lo justo para quedarse en el mismo sitio o perder el miedo a cambiar.

Por lejana que sea una palabra, siempre se puede encontrar un significado añadido, una nota brillante, una queja o un efecto del cariño. De todos los labios diferentes que somos capaces de ponernos para pronunciar un trozo de corazón, suelo encontrar algunos que rimen con los tuyos.

Por lejana que sea una palabra, siempre imagino que eres tú quien me la dice al oído. Y luego decidimos dejarnos arrastrar hasta la siguiente. Ir en contra, ya, es tan iluso como pescar salmones en Yemen.

Los días van tan rápidos

Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación,
se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure en mis pulmones
una semana más, los días van tan rápidos
al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro
y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas.

Vuelvo a mi origen, voy hacia mi origen, no me espera
nadie allá, voy corriendo a la materna hondura
donde termina el hueso, me voy a mi semilla,
porque está escrito que esto se cumpla en las estrellas
y en el pobre gusano que soy, con mis semanas
y los meses gozosos que espero todavía.

Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse
de haber entrado en este juego delirante,
pero el espejo cruel te lo descifra un día
y palideces y haces como que no lo crees,
como que no lo escuchas, mi hermano, y es tu propio sollozo allá en el fondo.

Si eres mujer te pones la máscara más bella
para engañarte, si eres varón pones más duro
el esqueleto, pero por dentro es otra cosa,
y no hay nada, no hay nadie, sino tú mismo en esto:
así es que lo mejor es ver claro el peligro.

Estemos preparados. Quedémonos desnudos
con lo que somos, pero quememos, no pudramos
lo que somos. Ardamos. Respiremos
sin miedo. Despertemos a la gran realidad
de estar naciendo ahora, y en la última hora.

(Gonzalo Rojas, Metamorfosis de lo mismo, 1998)

Cerezo

Sólo es un árbol quieto,

como todos los árboles. Cada año

lo circunda un nuevo anillo;

cada primavera, sus flores blancas

se despeñan hasta el suelo

en un último acto repetido

de belleza y brevedad.

Ancla sobre la tierra

no puede moverse con nosotros

que vamos viajando sin rumbo,

de sombra en sombra,

saltando de camino en camino,

intentando no llegar

a ningún sitio, esperando

que los puntos de partida

nos permitan regresar.

Movernos como un árbol,

estremecerse al viento,

quedarnos quietos y que alrededor

suceda el mundo.

Extraño viaje éste de amar a destiempo,

extraño destiempo el de nunca irse,

extraño irse sin haber llegado nunca.

Pero ahora… ¿qué hacer?

Si sólo es un árbol quieto habrá

que comerse las cerezas que le queden,

degustarlas de una en una,

añorar sus pétalos aquellos de nieve

y encender, cuando se seque,

con sus ramas melancólicas,

otro fuego que caliente

un invierno que nos espera.

Entretanto habrá

que dejarlo quieto, dormido,

como todos los árboles del invierno,

hasta la siguiente primavera,

cuando volvamos a pasar por aquí

yendo hacia ningún sitio.

Margarita

Margarita no puede quedarse quieta ni un momento. Ella es así, impaciente, nerviosa, como si tuviera un motor revolucionado por dentro de la cabeza.

No deja de pensar, le da mil vueltas a todo y a todos, como si con una vida no tuviera bastante y hubiera que añadirle a los bajos —sí, precisamente— con la vida de los otros.

Y todo lo recuerda, en orden, como si vivir fuese ir escribiendo un diario de sastres y desastres, de tinos y desatinos, de alegrías y quebrancías. No quisiera, pero recuerda, con todo lujo de detalles novelados, los peores momentos de su vida con tanta claridad como los mejores.

O bien ha tenido demasiados de los primeros, o bien tanta memoria le conduce al lado tenebroso de la existencia. El caso es que siempre se pone en lo peor, como si ir sufriendo las cosas lentamente hiciera el dolor más soportable.

Aunque a mí, que soy bastante inexperto en todo lo que ella cuenta —¿habrá otros mundos dentro del mismo planeta?—, me parece que le sucede al revés: como empieza a sufrir con tanta antelación los acontecimientos, los malos ratos se le alargan en la memoria y, con una memoria tan buena —o mala— como la suya, no hay manera de ser optimista.

Me gusta su cabeza, esa inquietud que me da vida y me enseña el mundo desde otro punto de vista, más crudo, sí, pero también con más vitaminas. Me gusta su cabeza, pero a veces no puedo evitar el desconcierto de no poder ir a su paso. Siempre me lleva con la lengua fuera… y nunca a distancia de poder usarla.

Me da mucha rabia que tenga un sufrimiento preparado para cada maniobra del azar, que tenga una decepción que le combine con cada bolso y que se clave la aguja cuando pasea por el pajar. Que se tome las reglas mundanas como si fueran ordenanzas divinas y que esa mezquindad que tenemos todos los seres vivos le resulte fosforescente.

Preferiría verla reír a todo pulmón antes que escucharle esa risilla nerviosa de ahuyentar lágrimas, me desazona no estar en esos primeros cinco segundos en que ella se permite sentirse feliz. Desearía parecerme a ese con quien me confunde tantas veces.

Pero Margarita se llama mi amor y ella es así. Cuando intento deshojarla, en cada pétalo me digo: me quiere, me quiere, me quiere… Porque no sabe decir que no. Margarita se llama mi amor y, la pobre, ha ido a dar conmigo, que sólo sé decir quizás.

Eso sí, nos inventamos mutuamente, tan ricamente, tan a nuestro gusto como niños jugando con la arena. Nos entendemos y nos malentendemos, nos encontramos y nos desencontramos. Margarita se llama mi amor y, aunque no se para ni un momento, siempre me guarda el turno de palabra.

Oigo los coches

En la mañana oigo los coches
que no pueden
arrancar.
A lo mejor, entre los árboles,
hay pájaros así,
que tardan en lanzarse
al diario vuelo,
y algunos nunca lo consiguen.
Me alegro cuando un auto,
enfriado por la noche,
recuerda al fin la combustión
y prende sus circuitos.
Qué hermoso es el ruido
del motor,
la realidad vuelta a su cauce.
¿Cómo le harán los pájaros
para saber en qué momento,
si se echan a volar,
no corren ya peligro?
¿Qué nervio de su vuelo
les avisa
que son de nuevo libres
entre las frondas de los árboles?

(Fabio Morábito)

Mentira piadosa

Desde detrás de la puerta

has llegado intensamente tangible

en tu envoltorio de piel y saliva,

elevando la temperatura de la esquina

en la que nos abrazamos.

Confieso que he confundido

tu lengua con la mía, que la geografía

de tu pecho se ha desdoblado en mis dedos

y que he reconocido

ese silencio de bocas juntas

que se dispersa sobre mí como gotas de vida.

¡Qué pronto te acabas!

Entre tanta confusión de aliento y caricias,

el otro mundo, ese que siempre limita al norte

con un cierto rumor de muchedumbre,

me ha desvestido de ti frente al espejo

y con una ráfaga de prisa

se ha llevado tus labios hacia el futuro

que nunca llega.

Tu olor es una mentira piadosa

que expande mi agradecimiento,

tu perfume es una falsedad necesaria,

un engaño al que deberle el consuelo y la mentira

de creer en la certeza de lo vivido.

¡Pero qué pronto te acabas!

Con qué rapidez te deshaces el cuerpo

en partículas de memoria,

qué deprisa te esfumas en el aire

y, sin embargo,

cuánto me cuesta salir de tu aroma

lentamente

hacia la soledad de la tarde.

Confesión

Yo huelo a ti.
Me persigue tu olor, me persigue y me posee.
No es este olor un perfume sobrepuesto sobre ti,
no es el aroma que llevas como una prenda más:
es tu olor más esencial, tu halo único.
Y cuando, ausente, mi vacío te convoca,
una ráfaga de ese aliento me llega del lugar más tierno de la noche.
Yo huelo a ti
y tu olor me impregna después de estar juntos en el lecho,
y ese fino aroma me alimenta,
y ese aliento esencial me sustituye.
Yo huelo a ti.

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

Puede que ese día

Puede que ese día no haya empezado bien y estorben las reuniones, los minutos se detengan entre lágrimas agridulces o se aceleren con los nervios. Es posible que sea un día de esos en los que las despedidas pesan más que el alma, que se va bajando a los pies.

Llegarás cansada con un cansancio turbio, acarreando pasados que buscan sombra. Llegarás cansada con un cansancio disciplinado por entre las semanas y con la boca seca de tener que respirar por ella. Y yo llegaré cansado también, con un cansancio ondulado que rezuma las vueltas del insomnio, con un cansancio tortuoso por la boca del estómago hecha un nudo de inquietud.

El calor habrá desecho el apetito pero no el deseo, que se irá abriendo camino hacia la punta de mis dedos, que buscará la llave de tu lengua para destapar suspiros. Quizás estemos más a gusto en la cama cuando te tiendas con los ojos cerrados, quizás estemos más a gusto a tientas cuando te vaya subiendo el vestido.

Tal vez ese día no haya empezado bien y esa arena que se escapa de las manos se nos haya vuelto tan viscosa que no nos permita pasar a limpio el borrador de un acto de amor que habremos empezado. Y sonreiremos un lamento por el fracaso y anotaremos sudor en el reverso de la ley del deseo.

Puede que ese día no haya empezado bien y que yo te quite los zapatos con torpeza mientras explota la tarde con su fresa ácida. Puede que tú te enroques en el flanco de la ventana para poner mansedumbre sobre las sábanas humedecidas.

Quizás tengas sueño y tu cuerpo pida abandonarse a mis brazos para el descanso, quizás yo tenga un sueño que se cumple despierto y mis brazos pidan abandonarse a tu cuerpo. Puede que cinco minutos no sean suficientes para encontrar la diferencia entre una multitud pequeña de besos digitales y la sola y larga caricia de una piel que se funde con otra por los dedos.

Seguramente habrá después que restituir el mundo a lo cotidiano, volver a componer el puzle de una cordura que nunca vale lo que cuesta. Seguramente después resumiremos todos los besos en un abrazo final que no sea el último. Seguramente, la vida estará impaciente esperando en la puerta con el motor en marcha y habrá que abrocharse la intuición y agarrarse a las palabras para no permitir que las mentiras nos atropellen.

Puede que ese día no haya empezado bien, puede que su transcurso no sea inocuo. Puede que ese día, que no empezó bien, como tantos otros, sólo haya tenido un rato de cielo. Puede que ese día sea tan mentira como cualquier otro, tan leve como un paso perdido que se da en la arena del rompeolas.

Pero ese día llevará dentro esta verdad que te escribo, esa que sólo las caricias pueden mantener en pie y que no tiene sitio en donde caerse muerta.

En pie

Sigo en pie
por latido
por costumbre
por no abrir la ventana decisiva
y mirar de una vez a la insolente
muerte
esa mansa
dueña de la espera

sigo en pie
por pereza en los adioses
cierre y demolición
de la memoria

no es un mérito
otros desafían
la claridad
el caos
o la tortura

seguir en pie
quiere decir coraje

o no tener
donde caerse
muerto.

(Pablo Neruda)

Mariposas en el estómago

Soñar despierto, padecer alguna enfermedad benigna que se aloja en el alma para dejarla mullida y tenue. Enamorarse o, tal vez, inventarse un yo mejor que ese de todos los días cuando va espantándose de los espejos.

El mundo da una tregua breve de mediodía, alborotada sólo por las chicharras. A veces, todos los asistentes dejan su cargo a disposición del olvido, se ponen el corazón en la boca y besan con palabras nuevas, recién aprendidas.

Cada uno pone su pasado sobre la tierra que hay debajo de los pinos y esparcen, como si estuvieran hablando solos, la longitud de un pensamiento que se comparte despacio: cambiar o ser el mismo, moverse o mover el mundo, hacerse otro o continuar la inercia de permanecer siempre en el mismo sitio. Dieciséis años ya eran muchos al principio. Cuarenta y siete, al final, no fueron tantos.

Y entonces sentí mariposas en el estómago. Tal vez soñar despierto, tal vez lo benigno y lo enfermo de sentirse entendido, tal vez acicalarse delante de esos ojos que se miran en ti como en un espejo.

Él tenía la cámara y fotografió el momento. Ese momento en que habíamos dejado de ser parientes cercanos para expandimos más allá, mucho más cerca, donde sólo el afecto puede conducir a los seres humanos.

El instante se esfumó en el aire, como una mariposa que agita sus alas en busca de otra sombra de julio. Quién sabe del caos y si tal vez aquella tarde llovió sobre Nueva York.

Pero a mí me quedaron mariposas en el estómago, las gafas de sol desatendidas sobre el pecho y una camiseta que me respiraba muy bajito, ocultando la anchura nueva de mi corazón antiguo.

Tonterías varias

Últimamente no se me ocurre nada sensato, sólo acierto a decir estupideces sin forma.

Tengo las teclas en estado de espera (lo sé por la lucecita roja que se enciende por debajo) aunque más que de espera mi estado empieza a ser desesperado.

De tanto escribir sin nombres ya no sé a quien me dirijo cuando hablo, y algunas veces me sorprendo masticando vocablos en mitad de la ensalada, cuando todos se quedan mirando y no preguntan qué me pasa, solo cuchichean que mis tonterías no merece la pena comentarlas.

Pero como no quiero contarles que me sobra la hache del huevo duro,

ni que me parece un rollazo con pinchos el tenedor en el que lío la pasta, le doy voz a la tele y, con disimulo, sigo en mi mundo de tonterías varias, pero sin quitarte ojo.

El desayuno

Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno».

(Luis Alberto de Cuenca, El hacha y la rosa, 1993)

Preposiciones deshonestas

A cuatro patas

ante el morbo del espejo.

Bajo el cobertor arrugado

cabe tu espalda está el cielo.

Con tu espalda atrapada

contra la pared fría,

de rodillas en el suelo,

desde el primer beso

en el sofá que chirría,

entre tus piernas desplegadas,

hacia fuera y hacia dentro,

hasta el fondo del estruendo

para llegar a la pulpa del gemido.

Por encima de la ropa,

según se erizan tus pezones

sin miedo a la mordedura,

so pretexto de una piel que se desnuda,

sobre la alfombra de las doce,

tras la puerta que se cierra.

Durante horas abiertas,

mediante el amor y su roce,

como un dulce vaivén

deshonesto, infiel,

húmedo y salobre.

Veneno

Se extienden tus ojos sobre mí, se enreda mi voluntad en tus manos. Gira la habitación en un tornado, revolviéndolo todo como un vendaval que me levanta los pies del suelo y que, después de bailar en él, me deja caer, por fin, en el borde de tus labios.

Te subes en mí y me estremezco. Las convulsiones propulsan, por todo mi cuerpo, el efecto imparable de una química estruendosa y violenta, que mueve los goznes del mundo para abrir la puerta de un paraíso interior.

Se acelera el pulso, se agita el corazón, se contraen los músculos al borde del espasmo. Es el final, lo presiento. Pero el paso por el túnel no duele, sino que me deja en un éxtasis huidizo y fugaz. Y la luz que me saca hacia el otro lado, siempre llega demasiado pronto.

Me descubro desnudo y horizontal sobre la cama. No hay rastro de aguijones ni de colmillos… ¿Pero por qué me revives ahora con el boca a boca? ¿No me estabas envenenando?

Ahora entiendo que, el extraño efecto que tienen tus manos sobre mí, no tiene más antídoto que volverlas a sentir. Y entiendo por fin, escuchando tus latidos, desbocados también, que el veneno que me ofreces no está en la superficie de tu piel, ni en la distancia a la que te acercas, sino en lo profundo de las huellas en las que te quedas cada vez que te vas.

Tu veneno no es una sustancia, sino una cantidad. Esa que siempre me sabe a poco.

Masacre en el dormitorio

Estábamos tranquilos,
dulces y agradecidos
con nuestras simples vísceras que nos dieron pretexto
para satisfacerlas.
Y estábamos haciéndolo
contentos.

Y he aquí que de pronto,
sin previo aviso
y sin pedir permiso, todos ellos
han venido a meterse en nuestra propia cama,
aquí,
entre nuestras sábanas,
y ponen los zapatos en la almohada
—donde pusiste el sueño—
y amenazan quebrar la cabecera que me costó serruchos y martillo.
No nos dejan estar,
nos registran los pelos de las ingles en busca del pecado,
sacan el código y el dedeté,
la indagación y los escapularios.
Yo no sé
ni me importa
si es que tienen derecho.
Me consta, nada más, que me son antipáticos,
que me molestan como las agruras
y los soporto sólo por ver si los alejo.

Son un tropel de gansos metidos en la cama,
graznan y ensucian todo con sus patas palmípedas,
amenazan con picos y miradas
y me parece que te me acobardan.

Lo único que quiero es besarte completa,
y poderme acostar sobre tu vientre
y saberte feliz de estar conmigo.

Amarte sin sofisma ni retórica.

Llenar los dos desnudos nuestra cama.
Creo que es suficiente.

No sé qué hacer con todos estos molestos pajarracos.
Miedo de que te lleven.
De que no nos permitan terminar nuestro abrazo.
Nos están estorbando.
No sé cómo espantarlos.

Creo que ahora mismo me sacaré los ojos.

(Manuel José Arce)

Nocturno

Apagaste las luces y encendiste la noche.
Cerraste las ventanas y abriste tu vestido.
Olía a flor mojada. Desde un país sin límites
me miraban tus ojos en la sombra infinita.

¿Y a qué olían tus ojos? ¿Qué perfume de oro
y de agua limpia y pura brotaba de tus párpados?
¿Que invisible temblor de cristales de fuego
agitaba la seda lunar de tus pupilas?

Recamaste la almohada con hilos de azabache.
Tejiste sobre el sueño un velo de blancura.
Eras la rosa pálida tiñéndose de rojo,
la rosa del veneno que devuelve la vida.

La blusa, el abanico, una pluma violeta,
el broche con la perla y el diamante en el pecho.
Todo abierto y en paz, transparente y oscuro,
sin dolor, navegando rumbo a tus manos frías.

(Luis Alberto de Cuenca, La caja de plata, 1985)

« Entradas anteriores