Soñar despierto, padecer alguna enfermedad benigna que se aloja en el alma para dejarla mullida y tenue. Enamorarse o, tal vez, inventarse un yo mejor que ese de todos los días cuando va espantándose de los espejos.

El mundo da una tregua breve de mediodía, alborotada sólo por las chicharras. A veces, todos los asistentes dejan su cargo a disposición del olvido, se ponen el corazón en la boca y besan con palabras nuevas, recién aprendidas.

Cada uno pone su pasado sobre la tierra que hay debajo de los pinos y esparcen, como si estuvieran hablando solos, la longitud de un pensamiento que se comparte despacio: cambiar o ser el mismo, moverse o mover el mundo, hacerse otro o continuar la inercia de permanecer siempre en el mismo sitio. Dieciséis años ya eran muchos al principio. Cuarenta y siete, al final, no fueron tantos.

Y entonces sentí mariposas en el estómago. Tal vez soñar despierto, tal vez lo benigno y lo enfermo de sentirse entendido, tal vez acicalarse delante de esos ojos que se miran en ti como en un espejo.

Él tenía la cámara y fotografió el momento. Ese momento en que habíamos dejado de ser parientes cercanos para expandimos más allá, mucho más cerca, donde sólo el afecto puede conducir a los seres humanos.

El instante se esfumó en el aire, como una mariposa que agita sus alas en busca de otra sombra de julio. Quién sabe del caos y si tal vez aquella tarde llovió sobre Nueva York.

Pero a mí me quedaron mariposas en el estómago, las gafas de sol desatendidas sobre el pecho y una camiseta que me respiraba muy bajito, ocultando la anchura nueva de mi corazón antiguo.