Desde detrás de la puerta

has llegado intensamente tangible

en tu envoltorio de piel y saliva,

elevando la temperatura de la esquina

en la que nos abrazamos.

Confieso que he confundido

tu lengua con la mía, que la geografía

de tu pecho se ha desdoblado en mis dedos

y que he reconocido

ese silencio de bocas juntas

que se dispersa sobre mí como gotas de vida.

¡Qué pronto te acabas!

Entre tanta confusión de aliento y caricias,

el otro mundo, ese que siempre limita al norte

con un cierto rumor de muchedumbre,

me ha desvestido de ti frente al espejo

y con una ráfaga de prisa

se ha llevado tus labios hacia el futuro

que nunca llega.

Tu olor es una mentira piadosa

que expande mi agradecimiento,

tu perfume es una falsedad necesaria,

un engaño al que deberle el consuelo y la mentira

de creer en la certeza de lo vivido.

¡Pero qué pronto te acabas!

Con qué rapidez te deshaces el cuerpo

en partículas de memoria,

qué deprisa te esfumas en el aire

y, sin embargo,

cuánto me cuesta salir de tu aroma

lentamente

hacia la soledad de la tarde.

Confesión

Yo huelo a ti.
Me persigue tu olor, me persigue y me posee.
No es este olor un perfume sobrepuesto sobre ti,
no es el aroma que llevas como una prenda más:
es tu olor más esencial, tu halo único.
Y cuando, ausente, mi vacío te convoca,
una ráfaga de ese aliento me llega del lugar más tierno de la noche.
Yo huelo a ti
y tu olor me impregna después de estar juntos en el lecho,
y ese fino aroma me alimenta,
y ese aliento esencial me sustituye.
Yo huelo a ti.

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)