Por lejana que sea una película, siempre se puede encontrar algún detalle relevante, un fotograma hermoso, una canción delicada. De todos los ojos diferentes que somos capaces de ponernos, solemos encontrar algún par con el que mirar entornadamente lo que la gran pantalla esconde detrás.
La actitud del salmón, por ejemplo, la del salmón criado en la cautividad de unas aguas mansas del norte que, soltado de improviso en el desaguadero de una presa yemení, deja de aceptar la corriente y decide seguir, como si fuese irrenunciable negarlo, ese instinto que nosotros le otorgamos en las enciclopedias de fauna salvaje.
Girarse, despreciar la inercia del agua y nadar contracorriente, saltar las pequeñas trampas del cauce de las aguas que fluyen; y volver al origen, al frío dulce de un nacimiento que también fue el suyo, al frío dulce de un final anunciado tras el desove. Resistirse al devenir.
Ella, como el salmón, se resistía, despreciaba la inercia de los acontecimientos. Al cabo, la actitud es lo que cuenta —eso estoy aprendiendo cada vez con más consciencia—, y no quería dar por terminado ese amor incipiente que aun no acababa de encontrar cuando ya se le había perdido y la había dejado perdida.
Y sin embargo, así perdida, cuando su antiguo novio reaparece de improviso en su vida, le trae un destino que le llega tarde y ella vuelve a resistirse a seguir al otro amor recién aparecido. Nadar contracorriente, siempre; y aferrarse al origen, que también es el fin.
En la actitud del salmón está la clave. Decidir en cada momento qué tentación es la que hay que vencer cayendo en ella. Dejarse arrastrar por la corriente o ir en contra. Saber que nadie se baña dos veces en el mismo río, que la ropa no puede guardarse mucho tiempo, oponerse lo justo para quedarse en el mismo sitio o perder el miedo a cambiar.
Por lejana que sea una palabra, siempre se puede encontrar un significado añadido, una nota brillante, una queja o un efecto del cariño. De todos los labios diferentes que somos capaces de ponernos para pronunciar un trozo de corazón, suelo encontrar algunos que rimen con los tuyos.
Por lejana que sea una palabra, siempre imagino que eres tú quien me la dice al oído. Y luego decidimos dejarnos arrastrar hasta la siguiente. Ir en contra, ya, es tan iluso como pescar salmones en Yemen.
Los días van tan rápidos
Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación,
se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure en mis pulmones
una semana más, los días van tan rápidos
al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro
y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas.Vuelvo a mi origen, voy hacia mi origen, no me espera
nadie allá, voy corriendo a la materna hondura
donde termina el hueso, me voy a mi semilla,
porque está escrito que esto se cumpla en las estrellas
y en el pobre gusano que soy, con mis semanas
y los meses gozosos que espero todavía.Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse
de haber entrado en este juego delirante,
pero el espejo cruel te lo descifra un día
y palideces y haces como que no lo crees,
como que no lo escuchas, mi hermano, y es tu propio sollozo allá en el fondo.Si eres mujer te pones la máscara más bella
para engañarte, si eres varón pones más duro
el esqueleto, pero por dentro es otra cosa,
y no hay nada, no hay nadie, sino tú mismo en esto:
así es que lo mejor es ver claro el peligro.Estemos preparados. Quedémonos desnudos
con lo que somos, pero quememos, no pudramos
lo que somos. Ardamos. Respiremos
sin miedo. Despertemos a la gran realidad
de estar naciendo ahora, y en la última hora.(Gonzalo Rojas, Metamorfosis de lo mismo, 1998)