A cuatro patas

ante el morbo del espejo.

Bajo el cobertor arrugado

cabe tu espalda está el cielo.

Con tu espalda atrapada

contra la pared fría,

de rodillas en el suelo,

desde el primer beso

en el sofá que chirría,

entre tus piernas desplegadas,

hacia fuera y hacia dentro,

hasta el fondo del estruendo

para llegar a la pulpa del gemido.

Por encima de la ropa,

según se erizan tus pezones

sin miedo a la mordedura,

so pretexto de una piel que se desnuda,

sobre la alfombra de las doce,

tras la puerta que se cierra.

Durante horas abiertas,

mediante el amor y su roce,

como un dulce vaivén

deshonesto, infiel,

húmedo y salobre.