Se extienden tus ojos sobre mí, se enreda mi voluntad en tus manos. Gira la habitación en un tornado, revolviéndolo todo como un vendaval que me levanta los pies del suelo y que, después de bailar en él, me deja caer, por fin, en el borde de tus labios.
Te subes en mí y me estremezco. Las convulsiones propulsan, por todo mi cuerpo, el efecto imparable de una química estruendosa y violenta, que mueve los goznes del mundo para abrir la puerta de un paraíso interior.
Se acelera el pulso, se agita el corazón, se contraen los músculos al borde del espasmo. Es el final, lo presiento. Pero el paso por el túnel no duele, sino que me deja en un éxtasis huidizo y fugaz. Y la luz que me saca hacia el otro lado, siempre llega demasiado pronto.
Me descubro desnudo y horizontal sobre la cama. No hay rastro de aguijones ni de colmillos… ¿Pero por qué me revives ahora con el boca a boca? ¿No me estabas envenenando?
Ahora entiendo que, el extraño efecto que tienen tus manos sobre mí, no tiene más antídoto que volverlas a sentir. Y entiendo por fin, escuchando tus latidos, desbocados también, que el veneno que me ofreces no está en la superficie de tu piel, ni en la distancia a la que te acercas, sino en lo profundo de las huellas en las que te quedas cada vez que te vas.
Tu veneno no es una sustancia, sino una cantidad. Esa que siempre me sabe a poco.
Masacre en el dormitorio
Estábamos tranquilos,
dulces y agradecidos
con nuestras simples vísceras que nos dieron pretexto
para satisfacerlas.
Y estábamos haciéndolo
contentos.Y he aquí que de pronto,
sin previo aviso
y sin pedir permiso, todos ellos
han venido a meterse en nuestra propia cama,
aquí,
entre nuestras sábanas,
y ponen los zapatos en la almohada
—donde pusiste el sueño—
y amenazan quebrar la cabecera que me costó serruchos y martillo.
No nos dejan estar,
nos registran los pelos de las ingles en busca del pecado,
sacan el código y el dedeté,
la indagación y los escapularios.
Yo no sé
ni me importa
si es que tienen derecho.
Me consta, nada más, que me son antipáticos,
que me molestan como las agruras
y los soporto sólo por ver si los alejo.Son un tropel de gansos metidos en la cama,
graznan y ensucian todo con sus patas palmípedas,
amenazan con picos y miradas
y me parece que te me acobardan.Lo único que quiero es besarte completa,
y poderme acostar sobre tu vientre
y saberte feliz de estar conmigo.Amarte sin sofisma ni retórica.
Llenar los dos desnudos nuestra cama.
Creo que es suficiente.No sé qué hacer con todos estos molestos pajarracos.
Miedo de que te lleven.
De que no nos permitan terminar nuestro abrazo.
Nos están estorbando.
No sé cómo espantarlos.Creo que ahora mismo me sacaré los ojos.
(Manuel José Arce)
Nocturno
Apagaste las luces y encendiste la noche.
Cerraste las ventanas y abriste tu vestido.
Olía a flor mojada. Desde un país sin límites
me miraban tus ojos en la sombra infinita.¿Y a qué olían tus ojos? ¿Qué perfume de oro
y de agua limpia y pura brotaba de tus párpados?
¿Que invisible temblor de cristales de fuego
agitaba la seda lunar de tus pupilas?Recamaste la almohada con hilos de azabache.
Tejiste sobre el sueño un velo de blancura.
Eras la rosa pálida tiñéndose de rojo,
la rosa del veneno que devuelve la vida.La blusa, el abanico, una pluma violeta,
el broche con la perla y el diamante en el pecho.
Todo abierto y en paz, transparente y oscuro,
sin dolor, navegando rumbo a tus manos frías.(Luis Alberto de Cuenca, La caja de plata, 1985)
Deja una respuesta