Con tanto calor cuesta arrastrar las maletas. Se hace pesado viajar cuando el sol cae como plomo por detrás de los cristales y te aflige la carne sujeta a los cinturones.
Cuesta respirar, abrir la boca para que el aire del polen te ensanche los pulmones, para que el humo de la soledad te abrase la garganta. Cuesta también soltar el aire ya tragado, despegar los ojos de los párpados a las horas convenidas por la agenda.
Por este calor no circula bien el pensamiento, no se dejan derribar las barreras que se levantaron durante tanto invierno, las manos no resbalan bien sobre una piel reseca de tristeza o sudorosa tras el esfuerzo de comerse los centímetros necesarios.
Cuesta dormir, es difícil conciliar un sueño que tarda en cumplirse, no se puede apaciguar la sangre atormentada por la barbarie de las sábanas. Dar vueltas implorando la misericordia de las ventanas, la bendición de los ventiladores, la paz del vaso de agua, la fantasía de una mano incandescente, la tibia longitud de una lengua que derrita el tiempo en témpura de besos.
Con este calor, la cabeza no para de girar en el horno del deseo, el corazón sufre ataques del asma de las discusiones, la piel suda, gotea y se empapa de tanto no encontrar otra con la que rozarse. Y cuesta levantarse de uno mismo hacia las tareas cotidianas, y cuesta escribir la parte del insomnio que se agranda, y cuesta mantenerse intacto viendo resbalar el mismo viejo sudor por la piel compañera.
Hace mucho calor, tanto calor que hasta cuesta escribir y conciliar el insomnio. Demasiado calor para estar solo, demasiado calor para estar juntos, demasiado calor para estar revueltos. Hace demasiado calor para estar dormidos y demasiado calor para estar despiertos. Demasiado calor para soñar.
Pero, por encima de todo, hace demasiado calor para ahogarse en el vaso de la frialdad. Prefiero arder, desesperarme de fuego y abrasarte entre mis brazos después.
Recuerdo de una tarde de verano
Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje
rozado por la yema de los dedos,
son el mejor recuerdo de unos días
conocidos sin prisa, sin hacerse notar,
igual que amigos tímidos.Fue la tarde anterior a la tormenta,
con truenos en el cielo.
Tú apareciste en el jardín, secreta,
vestida de otro tiempo,
con una extravagante manera de quererme,
jugando a ser el viento de un armario,
la luz en seda negra
y medias de cristal,
tan abrazadas
a tus muslos con fuerza,
con esa oscura fuerza que tuvieron
sus dueños en la vida.Bajo el color confuso de las flores salvajes,
inesperadamente me ofrecías
tu memoria de labios entreabiertos,
unas ropas difíciles, y el rayo
apenas vislumbrado de la carne,
como fuego lunático,
como llama de almendro donde puse
la mano sin dudarlo.
Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros,
de las primeras gotas en los árboles.Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje, de vello traspasado,
su resistencia elástica
vencida con el paso de los años,
vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,
arena humedecida entre las manos,
cuando otra vez, aquí, de pensamiento,
me abandono en la dura solución de tus ingles
y dejo de escribir
para llamarte.(Luís García Montero)
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