Margarita no puede quedarse quieta ni un momento. Ella es así, impaciente, nerviosa, como si tuviera un motor revolucionado por dentro de la cabeza.

No deja de pensar, le da mil vueltas a todo y a todos, como si con una vida no tuviera bastante y hubiera que añadirle a los bajos —sí, precisamente— con la vida de los otros.

Y todo lo recuerda, en orden, como si vivir fuese ir escribiendo un diario de sastres y desastres, de tinos y desatinos, de alegrías y quebrancías. No quisiera, pero recuerda, con todo lujo de detalles novelados, los peores momentos de su vida con tanta claridad como los mejores.

O bien ha tenido demasiados de los primeros, o bien tanta memoria le conduce al lado tenebroso de la existencia. El caso es que siempre se pone en lo peor, como si ir sufriendo las cosas lentamente hiciera el dolor más soportable.

Aunque a mí, que soy bastante inexperto en todo lo que ella cuenta —¿habrá otros mundos dentro del mismo planeta?—, me parece que le sucede al revés: como empieza a sufrir con tanta antelación los acontecimientos, los malos ratos se le alargan en la memoria y, con una memoria tan buena —o mala— como la suya, no hay manera de ser optimista.

Me gusta su cabeza, esa inquietud que me da vida y me enseña el mundo desde otro punto de vista, más crudo, sí, pero también con más vitaminas. Me gusta su cabeza, pero a veces no puedo evitar el desconcierto de no poder ir a su paso. Siempre me lleva con la lengua fuera… y nunca a distancia de poder usarla.

Me da mucha rabia que tenga un sufrimiento preparado para cada maniobra del azar, que tenga una decepción que le combine con cada bolso y que se clave la aguja cuando pasea por el pajar. Que se tome las reglas mundanas como si fueran ordenanzas divinas y que esa mezquindad que tenemos todos los seres vivos le resulte fosforescente.

Preferiría verla reír a todo pulmón antes que escucharle esa risilla nerviosa de ahuyentar lágrimas, me desazona no estar en esos primeros cinco segundos en que ella se permite sentirse feliz. Desearía parecerme a ese con quien me confunde tantas veces.

Pero Margarita se llama mi amor y ella es así. Cuando intento deshojarla, en cada pétalo me digo: me quiere, me quiere, me quiere… Porque no sabe decir que no. Margarita se llama mi amor y, la pobre, ha ido a dar conmigo, que sólo sé decir quizás.

Eso sí, nos inventamos mutuamente, tan ricamente, tan a nuestro gusto como niños jugando con la arena. Nos entendemos y nos malentendemos, nos encontramos y nos desencontramos. Margarita se llama mi amor y, aunque no se para ni un momento, siempre me guarda el turno de palabra.

Oigo los coches

En la mañana oigo los coches
que no pueden
arrancar.
A lo mejor, entre los árboles,
hay pájaros así,
que tardan en lanzarse
al diario vuelo,
y algunos nunca lo consiguen.
Me alegro cuando un auto,
enfriado por la noche,
recuerda al fin la combustión
y prende sus circuitos.
Qué hermoso es el ruido
del motor,
la realidad vuelta a su cauce.
¿Cómo le harán los pájaros
para saber en qué momento,
si se echan a volar,
no corren ya peligro?
¿Qué nervio de su vuelo
les avisa
que son de nuevo libres
entre las frondas de los árboles?

(Fabio Morábito)