La lluvia encoge la tarde

distendiendo la noche que se aferra

a las dos manos de un paraguas

que nunca es suficiente.

No es necesario mojarse entero

para sentir el frío

circunspecto

que empapa todas las gotas

empujadas por el viento

que rebotan, monótonas,

en la acera.

A cada paso

más humedad se condensa,

más se espesa la frontera

que nos atraviesa por dentro

dejando irremisiblemente separados

los que ahora somos mojados

de quienes fuimos, antes,

secos.

Pero despojarse del agua,

papel o ser humano,

no dejará nada terso,

sino espacio emborronado

y cuando llueva sobre mojado,

perdida ya la fe de los paraguas,

achicaremos los ojos,

esconderemos las manos,

miraremos al suelo

y apretaremos el paso.