—De tanto tener los brazos levantados —dice en voz alta el dos de mayo—, he dejado de creer en los fusiles. ¡Que alguien me lleve al jardín de las delicias o me emborrache, como a esos que tengo enfrente!
Sé que Velázquez ayuna los sábados mientras mira visitantes desde sus Meninas. Por eso se deja la hogaza del almuerzo en el filo de la mesa, a punto de caerse al suelo.
Preferiría haber sido —añade el no fusilado— conversador en pijama sobre paredes azules, adorador del heno, cirujano de piedras de la locura. Podría estar eternamente retorcido de gusto en un beso rodeniano o hirsuto del dolor de San Sebastián.
—A mí, en cambio, me encanta ser Durero —interrumpe Durero desde su auto-suicidio.
—No le hagan caso —replica la víctima de Goya—. Que si aquí los días son amargos, si matan la esperanza con el lumbago de la interminable rendición de Breda, las noches de museo son terribles: cuando las luces se apagan y nadie nos mira, los caballos relinchan, las paredes se llenan con los ojos vidriosos de los retratados, la fe de los mártires no mueve ni el óleo y tiritan de frío y deseo las majas, sobre todo las desnudas.
Fíjense bien en este ejemplo. De tanto querer mantener esa mística sonrisa iluminando los siglos y el centro de la sala, la Mona Lisa ha dejado de creer en el sol, en su Leonardo y en las lágrimas.
Teman los efectos, no se arriesguen a acabar sus días protegidos por un museo, escarmienten de tanta vida y no se les ocurra nunca salir en un cuadro.
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Primero,
pintar retratos sin modelo.Después,
pintar autorretratos sin modelo.Quizá se pueda entonces
pintar la nada con modelo.@(Roberto Juarroz, Sexta poesía vertical, 1975)