Ignoro de donde han salido, pero tengo más edades que la creemos que tengo. Estreno alguna por la mañana, cuando todo es silencio de despertadores mal avenidos; una edad de poca monta, de deseos ateridos tras la persiana y sangre abarrotada que cabalga hacia ninguna parte desde ningún sitio de la sombra.

A eso de las nueve, recupero la edad que siempre he tenido, la que todos me ven en las ojeras, esa que silba entre mis dientes y me va ajando las mejillas de puro roce contemplativo. Esa edad que hace que todos lo que me observan se queden más tranquilos.

A las doce, más o menos, me desvisto con otra edad más tierna mientras me envejecen los pensamientos entre los árboles impasibles. Entonces busco, casi a punta de delirios, razones para los sonidos que se me estampan contra la rutina, motores sucesivos para la risa o, a veces, frigoríficos en los que guardar un silencio, una huida y la ausencia de los latidos.

Durante el almuerzo recobro la edad de los telediarios y el mundo me entra por un oído sin salirme por el otro, como al hortelano del perro. Después me vuelvo muy viejo, casi antiguo, me diseco y me secciono en contraseñas que guardan las monedas estériles de un tesoro que no es mío, de una fortuna que huele a humo.

La tarde me llama por mi nombre y entonces decido ser un niño, entrar en la edad de las limosnas que el azar pone en la cuesta por la que se baja hacia el infierno y los atascos, por donde se huye hacia el ruido de las contraventanas de los otros corazones tan afligidos como el que llevo en el bolsillo de atrás de un pantalón que se me cae con el alma.

Y en la noche llega la otra edad, esa edad de las hecatombes, cuando todo pasa sin que, sin embargo, pase nada. La edad de las telarañas en el teclado, la de las esperas infatigables. La edad terrible en que todo lo que ocurre siempre es más de lo mismo.

Tengo más edades de las que creemos que tengo. Me quedan sin contar, porque soy así de coqueto y no me gusta arañarme la piel si no es para ponerme los zapatos de otro, el puñado de edades que tengo ahora mismo, cuando el tiempo no es otra cosa que frío y palabras.

Obsérvame detenidamente. Vigílame de aquí en adelante y si algún día, en algún momento, me ves teniendo la tuya, esa edad tuya de andar por casa como si la vida fuese un bálsamo, detenme enseguida, méteme en el hueco de tu mano y no me dejes crecer ni un sólo minuto más que tú.