Todas las historias, de cualquier tipo, en el más amplio sentido del término, comienzan con una mentira. Había una vez un hombre que no dormía. Pero no era cierto.
Es imposible estar vivo y sin dormir más de setenta y dos horas seguidas. Así que, aquel hombre, que no era hombre, no sabía que dormía.
Y no había una vez, sino muchas, que aquel hombre no se ajustaba a las rutinas a las que se adaptan todos. Tal vez no fuese mentira y, en realidad, padeciera insomnio.
Que no es otra cosa que aislarse del mundo real y despertar en una mentira. Que se despertaba dormido y no distinguía lo natural de soñar de lo artificial de los sueños. Digamos, entonces, que, más bien, aquel hombre dormía despierto.
Había una vez un hombre que vivía sonámbulo de día y de noche despertaba al desvelo.
Todas las historias, de cualquier tipo, en el más amplio sentido del término, terminan con una mentira. Y aquel hombre, escribía en sueños.
Todas las historias, todos los cuentos, suelen ser mentira. Pero no puedo contradecirlo ni asegurar que es cierto. Porque mentiría si no escribiera que la vida, que esta vida que tengo, es el sueño de un hombre que escribía cuando dormía despierto.
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