La oscuridad del desván no le deja dormir. Hace calor aquí y eso no ayuda a conciliar el descanso con el sueño ni con la realidad. Hace tanto calor aquí que no hace más que dar vueltas en la cama, retorcer el cuello y esperar piedad del aire acondicionado.
El silencio del desván no le deja despertar. Le preocupa tanto silencio y, cuando se agazapa en la caja escrutando señales, un zumbido permanente se le mete en su cerebro de juguete y le impide dormir.
Tiene miedo de que crezca, de que vaya a la universidad. Por si no regresa; por si, al regreso, venga dispuesta a cambiar de costumbres. Por si deja de necesitarlo y se queda olvidado en la caja del desván.
Por eso esta inquietud de juguetes rotos que no le deja dormir ni despertar. Ya casi ni se atreve a soñar lo que siempre sueña: que ella vuelve, se pone su sombrero vaquero y le tira de la cuerda.
Entonces, en su sueño —que a veces le parece tan real—, él grita con todas sus fuerzas, con acento mejicano de los sesenta, que hay un ladrón en el abrevadero.
Y en el infinito de su sonrisa al escucharlo, él sueña con reconocer el más allá.