En fila fueron entrando todas las personas por orden alfabético, que es un desorden tan arbitrario como cualquier otro. Las veía avanzar por el estrecho pasillo que dejaban las sillas colocadas a modo de auditorio, con pasos titubeantes o decididos, mirando al suelo o al infinito de la mesa que presidía la sala.
Llegaban de una en una, solas entre tanta gente, asoladas por una tarde de esas en que el verano se hace terrible, inquietas y nerviosas, con las manos llenas de dedos, el carnet de identidad en la mano y el corazón en la boca.
Yo las saludaba con su nombre en una pregunta y ellas, que debían sentirse en el centro de La vida de Brian, asentían como si hubiesen oído aquel «Crucifixion?… Good» de la película, a lo que nadie se atrevió a responder que no.
Y como en La vida de Brian, les fui indicando dónde tenían que depositar los papeles que resumen una vida, al tiempo que les entregaba un resguardo sellado en lugar de cruz, con el que alinearse a la izquierda mientras llegaba la siguiente.
Después instrucciones, recomendaciones, consejos y nervios hechos dudas. Incertidumbre es una palabra que puede verse en la agitación de las posturas, en el estómago de los ojos, en la timidez de las voces.
Cuando el escuadrón suicida del Frente del Pueblo Judaico atacó con sus preguntas: ¿por dónde hay que empezar el folio? ¿y si solo quiero escribir por una cara? ¿se pueden numerar los subapartados? Sentí dentro de una sonrisa nerviosa la primera compasión de haber estado en el otro lado.
¿Se puede tocar la flauta?, añadió una voz. La segunda compasión fue para mí, porque yo también soy presa de la incertidumbre, porque yo también soy parte de la casualidad que hará que muy pocas flautas suenen, mientras que la inmensa mayoría no.
Pero los últimos tiempos me han enseñado que hay que mirar siempre en el lado brillante de la vida. Por oscura que nos parezca cuando aprietan tribunales, calores de insomnio o despedidas.