Desde dentro de la tormenta, nadie sabe de la temperatura de cada gota, ni del origen del viento que la empuja. Uno sólo se siente mojado por fuera o por dentro y calcula un sitio o unos labios en los que guarecerse.
Ninguna de las cosas que merecen la pena se aprenden y es una lástima que nadie pueda enseñarme a quitar el tapón del desagüe por el que se van las penas aprendidas y las que uno se resiste a merecer.
Yo lo busco siempre entre las letras, pero no en los números y quizás por eso ande equivocado, si es que esto de gimotear pulcro vocabulario se puede comparar con dar un paso titubeante. Lo busco en las palabras aunque no basten, porque no bastan, pero me mueven el esqueleto al mismo ritmo que el olvido.
Cuando no sé qué decir, es cuando más necesito saber lo que digo. Pero si hay cosas que merecen la pena, cuanta más pena merecen, menos importa hacerlas aunque salgan mal. Disimular la pena, también la merece. No bastan las palabras, pero nunca nos sobran.
Los números desordenados
Cuando me pierda en la cuenta
de los números desordenados
que tu cuerpo sea caricia donde
repose el uno y el cero
cae la gota de agua y en el tres
sucede el asalto a los labios
el cuatro y el cinco entre murmullos
de pájaros despiertos
después ciento mil el río que fluye
hasta fundirse por fin océano
uno tras otro los besos robados
como hojas en silencio
En la suma todo es verdad y el dos
conduce al misterio(Pedro Enríquez, El eco de los pájaros, 2002)
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