Firme aquí,
por las dos caras
—y yo que pensaba
que todo tiene cruz—,
el documento de haber
pagado las tasas,
dos grapas.

Cientos de espirales
retorciéndose en una caja,
millones de palabras
desperdiciadas en tinta,
horas aprisionadas
entre cartones y polvo.

Supongo que tú
estarías a esa hora en tu casa.
¡Si me hubieras visto!
Tan autor de nada
—quizá de algún sueño
roto, quizá autor de ese otro
que quisiera llegar a ser—
tan día de la Cruz,
tan en Granada.

Me noto con un nombre más viejo
que alimenta palomas informáticas
en un banco de papel.
Planto niños que escriben árboles
y cumplo con la parafernalia
de parir un libro.

Me noto con un nombre más viejo
jubilándose de aquello
que nunca fue.
Francisco José.
¡Qué raro me siento
con este nombre tan viejo!
¡Qué silencio de oficina
suena ahora en las teclas
mientras las pulso!
¿Se estará muriendo
mi pobre anónimo
aplastado por un sello?

El guardador de rebaños

Desde la ventana más alta de mi casa,
con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos, que viajan hacia la humanidad.
Y no estoy alegre ni triste.
Ése es el destino de los versos.
Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede esconder el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.
He aquí que ya van lejos, como si fuesen en la diligencia,
y yo siento pena sin querer,
igual que un dolor en el cuerpo.
¿Quién sabe quién los leerá?
¿Quién sabe a qué manos irán?
Flor, me cogió el destino para los ojos.
Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.
Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.
Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.
¡Idos, idos de mí!
Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la
que fue suya.
Paso y me quedo, como el Universo.

(Fernando Pessoa)