Existen más colores que palabras, porque algunos no tienen nombre. No hay palabra que describa los colores del lento proceso de camuflaje violeta de las montañas cuando la tarde se extingue hacia la noche, ni ese intenso desasosiego grisáceo del cielo antes de descargar las primeras gotas del huracán que se avecina.
Las palabras, en cambio, todas tienen color. Se lo veo a cada instante, mientras las recibo. Un color que depende de si se gritan o se susurran, de si son para mí o para otro, de si las esperaba llegar o no.
Una inmensa mayoría traen en su tinta el color del agua, un cierto transparente azulado de frialdad. También hay muchas que me llegan pintadas de aire, una mezcla de invisible blanco lejano, el celeste mustio de las buenas maneras y un puntito del amarillento de lo trivial.
Hay palabras rojas como la sangre, verdes como la primavera, púrpuras como el amor. Otras son de color cristal y, según cómo te miran, cortan afiladas si te descuidas. Hay palabras amarillas como la amistad, naranjas como la alegría y lilas como la simplicidad.
He descubierto que tus palabras son fosforescentes. Me gusta llevarlas siempre, vaya a donde vaya, no me preguntes cómo ni por qué. Ni siquiera sé dónde las pongo, no me hace falta saberlo, porque para encontrarlas sólo tengo que cerrar los ojos con fuerza y entonces, ellas solas —alguna química tuya deben tener—, brillan en la oscuridad.
Cuando llega la noche llevo tantas encima que tengo que dormirme con los ojos abiertos.
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