Despierto ya, pero todavía enredado en ese murmullo de pensamientos que las sábanas mantienen templado, te echo de menos imaginando el peso de tu cabeza en mi pecho. Me levanto después y te pongo a hervir en el agua y te noto meterte en mi bolsillo con el teléfono.

Entonces salgo a la vida y te echo a faltar en ese olor entre dulzón y silvestre que se resiste a abandonarme cuando tu presencia empieza a hacerse pasado. Y más tarde, en la cesura de los pasillos y en el silencio de los timbres que aguardan expectantes y endebles un roce de dedos.

A mediodía también te echo de menos porque, cuanto más me relleno de gente, menos me vacío de ti. Así que te encuentro flotando con el humo del tabaco o en el ruido de los coches que se enfurruñan con la cuesta. Pero no consigo odiarte y un silencio de pájaros te trae de nuevo de visita.

Por la tarde todo eres tú y te hallo continuamente en las ventanas que saltan, en la pantalla muda que habla sin decir, en el camino que recorro para salvar las palabras sin pronunciarlas… También te echo de menos en los semáforos de hombrecillo rojo o te aparco poniéndote la mano en la nunca mientras pongo cuidado en la maniobra para no lastimarte el cuello.

No se acaba con la noche mi colección de formas de echarte de menos. Porque añoro tu sonrisa perpetua en la esporádica de los otros o tus ojos en las letras del libro que intentó leer sin concentrarme. Hasta que me canso de tanta ausencia y me dedico a traerte a mi lado mientras escribo.

Y despierto aún, enredándome en ese murmullo de pensamientos que las sábanas amortiguan poco a poco, te echo tendidamente de menos hasta que no consigo imaginar el peso de tu cabeza en mi pecho. Después, a veces me duermo.

Me quedan algunas más que contar, pero no quiero parecer pesado y, además, haría falta otro capítulo. Pero quiero que sepas que, de entre todas las formas de extrañarte que practico, la más perversa, la más dura, la más difícil, siempre consiste en estar contigo relleno de otros y no poder hablarte, ni mirarte, ni sentirte. Entonces, te echo tanto de menos que tengo que dejar de quererte un rato para poder odiarme yo.

A veces me figuro que estoy enamorado

A veces me figuro que estoy enamorado,
y es dulce, y es extraño,
aunque, visto por fuera, es estúpido, absurdo.
Las canciones de moda me parecen bonitas,
y me siento tan solo
que por las noches bebo más que de costumbre.
Me ha enamorado Adela, me ha enamorado Marta,
y, alternativamente, Susanita y Carmen,
y, alternativamente, soy feliz y lloro.
No soy muy inteligente, como se comprende,
pero me complace saberme uno de tantos
y en ser vulgarcillo hallo cierto descanso.

(Gabriel Celaya, Tranquilamente hablando, 1947)