Un día, de repente, las confundió. Eran ambas físicamente parecidas si se las miraba de lejos. Y tenían el mismo nombre. Caprichos del azar, dos mujeres a la vez en su vida y les da por tener igual nombre de pila. Él se consolaba diciendo que, así, nunca se equivocaría al llamarlas.

Pero un día, de repente, las confundió. No se conocían entre ellas y vivían en mundos tan diferentes que era muy difícil que coincidieran en alguna parte. Frecuentaban sitios distintos y ambientes casi opuestos. Pero cuando estaban con él, se mudaban a su mundo de fantasía en cuerpo y alma. Él decía que, así, no tenía que actuar ni andarse con disimulos.

Hasta que un día, de repente, las confundió. Era detallista para todo y jamás se hubiera perdonado meter la pata en cosas que mostraran falta de tacto u olvido. Nunca felicitó a una en el cumpleaños de la otra, ni alabó en presencia del exótico lunar que una guardaba, el suave tacto que la otra llevaba en la piel. Ellas le decían sentirse únicas en su presencia y él pensaba que lo eran sin ninguna duda.

Un día, sin embargo, las confundió. No se explica cómo, pero las confundió. Desnudas eran tan distintas como vestidas, sus palabras tan diferentes como sus silencios, sus ternuras eran extraordinarias pero contrapuestas. Incluso él se sentía de distinta manera cuando andaba con cada una. Él decía que, así, nunca las confundiría.

Pero un día, un mal día, de repente, las confundió. Nombró a una mientras pensaba en la otra. No se pueden vivir a la vez dos vidas y, aunque ellas no se enteraron de aquel triste suceso, él se quedó muy preocupado. No se permitía ningún fallo y, sin dar explicaciones ni tiempo para una despedida, desapareció de la vida de las dos.

Ellas, completamente desconcertadas, meses después aún se preguntan, cada una en su cocina, mientras escriben en la agenda las cosas que tienen que hacer, que donde coño estará aquel esteticista tan majo al que solían ir, que les tiraba los tejos con descaro y que tan bien les hacía las ingles.