Te solivanta el teléfono inoportuno, un vecino que aparece para recordar viejos cigarros y exámenes nuevos. La chica que viene a dejar un regalo.
Entonces un rumano llama a la puerta pidiendo con gestos, un mensaje que llega con un pitido para que recuerdes llevar alguna cosa, la hora de cambiar la goma de sitio para el riego.
Quehaceres metidos en un horario áspero, en una tarde rellena, un fin de semana completo, un puente interminable. Un lunes festivo que te ataca, una semana santa que no lo parece, unas vacaciones que aprietan. Otras veces un viaje, una cita ineludible, alguien que te reclama y te necesita con urgencia.
Un niño que se acerca preguntando, un ruido por detrás de la puerta. A veces era un malentendido, una sombra de la memoria, una enfermedad de los otros, un ojo avizor al que despistar.
Inquieto miras por si hubiera un correo que no llega, un artículo que no se escribe, una mudanza que te deja sin herramientas, una desolación que te deja sin palabras, un descenso a algún infierno propio o ajeno.
Extrañas frases que se dejan a medias y producen significados difíciles, un espacio entre las palabras que escribes, una coma bien o mal puesta, un pensamiento que se cruza, el ratón que pierde las pilas, el copia y pega que no te permite, alguien que aparece en mal momento.
Relees un punto final tantas veces que consigues convertirlo en puntos suspensivos, la hora de los mensajes que pasa en vano, las manos que no saben qué decir, una lágrima que hace que se corra la tinta electrónica.
Ocurre que, a fuerza de interrupciones, se entrecorta el mensaje, se dispersa y, al llegar intermitente, dejas de percibirlo. Pero el mensaje, eso que quiero decirte, está aquí escrito, asolado por las interrupciones. Quizá lo encuentres y te lo creas.
Deja una respuesta