Nadie escoge el hueco, el hambre de los dedos,

la sed inacabable de mirar por las ventanas

para concentrar la resonancia del futuro.

Nadie escoge sentirse árido, torpe, abyecto,

susurrarse trayectos que dejan a medias el consuelo,

tenderse sobre la cama de las legañas

doblándose al dolor de unos labios nómadas

y en el vilo de corazones ajenos.

Nadie escoge el hueco, la grieta,

no se dejan ignorar las fieras y el tumulto,

el rigor que aprieta el nudo sobre el cuello,

las horas a las que se paraliza el ímpetu.

Pero tenemos que sembrar de sangre fría

la mirada propia, arrojarnos sin red a la vida,

saludar al fogonazo de la esperanza,

extender las otras manos vacías al aliento,

conservar entornado el destino, apaciguar el miedo,

desdeñar la mochila de andarse por las ramas.

Porque nadie escoge el hueco, tenemos

que abandonar los retales de toda sombra,

propulsarnos hacia la luz esquiva de otro sueño,

arder en los otros viajeros que transitan,

y andar con los ojos abiertos,

porque tampoco nadie sabe

el camino exacto de los encuentros,

pero siempre ocurren a la vuelta de una esquina.