Cuando abrimos los brazos para sentir el volumen de otro cuerpo que se acerca, cuando notamos su calor y el mundo se convierte en aroma, cuando tal vez, sentimos su respiración como un suspiro propio, siempre miramos a lo lejos.
Miramos a lo lejos, unas veces con los ojos cerrados y otras abiertos. Abandonamos la vista hacia lo que no está tan cercano, sonreímos a los otros que nos observan, preparamos el cuerpo para la separación antes siquiera de haber sentido el abrazo.
El afecto es un arma de doble filo, porque nos convierte en adictos y siempre miramos a lo lejos. Cuando un amigo te cuenta ilusionado el placer que ha sido conocer a otro que no está presente, uno se siente y se sienta en el banquillo de los reservas para no perder el equilibrio.
Es un arma de doble filo porque se funde con la costumbre y a la tercera vez que no te dicen que te quieren, hay algo que se estremece por dentro como un fracaso. Y, sin embargo, cuando no te lo dicen nunca, uno inventa que lo ha visto en un gesto, en un ademán medio escondido o en una abreviatura escrita en la esquina de un papel.
Porque arrastra el pasado consigo, el afecto es un arma de generoso doble filo. Porque ponemos en él la esperanza cuando habría que ponerla en nosotros mismos. Porque estamos más atentos al que recibimos que al que somos capaces de dar.
Llega entonces el huraño, el ridículo, ese que apartarías de tus hijos y de tu buen nombre, y pone la voz abrupta y retuerce las palabras hasta encontrar un hilo que se había quedado suelto. No dan crédito tus ojos cuando te das cuenta de que eres tú mismo, que la metralla que lanzas no era lo que traías en la mano. Te preguntas por el beso que se te ha esfumado en la punta de los labios y te preparas para odiarte a ti mismo.
Miramos a lo lejos cuando nos abrazan los que más cerca queremos tener. Y cuando dejan de abrazarnos, los echamos de menos, los odiamos como si fuéramos inocentes, nos hinchamos de dolor pretérito, los apartamos con una mano y los buscamos con la otra, sin dejar nada quieto hasta que vuelven al abrazo. Y entonces, abrazados de nuevo, volvemos a mirar a lo lejos.
Tú y yo somos semejantes. Tan semejantes que me pregunto si no estamos equivocados y deberíamos aprender a vivir uno con otro antes de intentar vivir con nosotros mismos.
Tan semejantes que yo tendría que ir aprendiendo a contarte mi corazón por teléfono.
Échale a él la culpa
A José María Álvarez y Carmen Marí
Hoy te has ido de fiesta con amigas,
y sin que tú lo sepas me regalas
un tiempo de estar solo que ya empieza
a ser raro en mi vida, un tiempo útil
para intentar pensar en ti como si fueras
lo que siempre debiste seguir siendo
cuando pensaba en ti: aquella persona,
en todo semejante a cualquier otra,
que una noche lejana tuvo el gesto
generoso y extraño de entregarme su amor.
Pero el amor nos cambia, nos convierte en espías
ridículos del otro, en implacables jueces
que condenan sin pruebas y comparten
sus estúpidas penas con el reo.
El amor nos confunde y trata ahora
de que vea en tu fiesta una traición.Por huir de esa trampa me amenazo
con los nombres que cuadran al que cae en su vacío:
egoísta, ridículo, inseguro, celoso…
Y como un ejercicio de humildad pienso en ti
divirtiéndote sola: te imagino bailando
y mirando a otros hombres;
al calor del alcohol
confiesas a una amiga algunas cosas
que te irritan de mi sin que yo lo sospeche,
y por unos instantes saboreas
una vida distinta que esta noche te tienta
porque eres humana, aunque no me haga gracia.Ahora caigo en la cuenta de que dudas
como yo dudo a veces, y que también te aburres,
y que incluso algún día habrás soñado
follar como una loca con el tipo que anuncia
la colonia de moda.
Para calmarme un poco
tras la última idea, yo me digo
que el amor es un juego donde cuentan
mucho más los faroles que las cartas,
y procuro ponerme razonable,
pensar que es más hermoso que me quieras
porque existen las fiestas, y las dudas,
y los cuerpos de anuncio de colonia.Lo que quiero que sepas es que entiendo
mejor de lo que piensas ciertas cosas,
que soy tu semejante, que he pensado besarte
cuando llegues a casa; y que es el amor
—ese tipo grotesco y marrullero—
el que va a hacerte daño con palabras
absurdas de reproche cuando vuelvas,
porque ya estás tardando, mala puta.(Vicente Gallego, La plata de los días, 1996)