Arrecia el pasado. Como un mar hecho de naufragios, cada cierto tiempo devuelve los restos de alguna de aquellas travesías que se quedaron a medio camino entre lo imposible y la tenue levedad de palabras disparadas al aire.
Todo parece igual cuando, esa misma memoria que embellecía rostros, no produce extrañeza en las arrugas. Uno se pregunta si el recuerdo de cada persona envejece con ella aun en la distancia o somos nosotros los que envejecemos tanto que le sacamos treinta años de ventaja.
Llega el momento de la tormenta, cuando uno, delante de esos restos depositados en la orilla, se juzga a sí mismo estrenando, en cada palabra, una misericordia nueva, una mentira adecentada, un complejo convertido en virtud.
Arrecia el pasado cuando la culpa siempre la tuvieron otros. O el azar, o la desdicha de no ser de ningún lado después de haber vivido tanto tiempo en todas partes.
Todo parece igual cuando el dolor antiguo todavía se transforma en lágrimas. Lágrimas lentas, esbozadas apenas en unos ojos que ya no distingo si son los mismos que fueron o son otros tan cansados como los míos.
Llega el momento de la tormenta y el recuerdo deja la carne ajena que habitó durante hora y media, para volver a su funda de niebla, a su estante de humo, a su rincón de luz pretérita y embellecida.
Arrecia el pasado. El futuro sigue empecinándose en ir llegando sin ruido y sin aviso. Cuando tus manos, aquellas que me conocieron tan de cerca, siguen el otro camino y se despiden nuevamente, como entonces, sin el consuelo de un abrazo que echar de menos.
Arrecia el pasado y, de repente, cuando ya empiezo a tener el paraguas preparado, escampa el mundo cruzando hacia el otro lado de la calle armado con un ¡claro que te llamaré!.
Y vuelvo a escribir sobre lo mismo que escribo siempre mientras, afuera de mí, en ese lugar que ya no importa que haya caído tímidamente en el otoño, arrecia el presente.
Poema del no
Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los puertos del Sur.
Me decías que no serenamente.
Era un no original, que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.
Era un no adivinado,
mudo, pesadamente silencioso.
Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no eras.
Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a las playas del llanto.
Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no…Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.
Yo, delante de ti, triste, abatido.(Rafael Guillén)