Acabo de llegar al sitio en el que los días laborables se convierten en un extraño y los días de fiesta atacan con su lucha perenne de soledad contra multitud.
Yo estaba desterrado de las mañanas abiertas. Madrugar hacía más trascendente mi insomnio y más digna de compasión mi temprana y abrupta manera de abrir los ojos y la boca, atiborrando al mundo de malhumor y despertadores.
Mi descuido en el atuendo tenía el salvoconducto de la urgencia, la barba sin cuchilla crecía con la excusa de las sábanas que se enredan tras una noche de duermevela. El desayuno era una droga, que tomaba a sorbos para espantar el inquietante correr de las manecillas por mis venas.
La vida, entonces, empezaba por la tarde, los días tenían menos horas para el despilfarro y la memoria, el mundo se apagaba pronto y los bares cerraban justo a la hora necesaria.
Llegar a la noche era empezar el refugio, sentir la pulsión de lo que está a punto de acabarse y querer apurarlo entre letras contra toda norma higiénica y de buenas costumbres. Buscar bajo la luna el minuto de cielo que traen todos los días y envejecer en la espera de una carta que no siempre llegaba, que no siempre era de amor.
Y no quiero hacer todo eso que dejé abandonado con la excusa de ponerme a hacerlo en estos días vagos —vagos por imprecisos—, porque ando mal de bolsillos y no quiero pagar deudas del pasado que no hayan sido de juego. Ordenar la montaña de los tristes papeles que resumen la existencia en un consumo me parece tan estúpido como contar estrellas bajo techo. Y sin embargo, prefiero lo último, por supuesto.
Pero es verdad que todos deseamos a veces que la vida pare, que deje de gruñir un momento, que no nos arañe más los pensamientos, que nos deje libre la garganta para llorar a gusto y deshacer los nudos que se nos han ido haciendo poco a poco. O para reírse de las cosas tan tontas que nos tienen el corazón atornillado al suelo y las ganas puestas de rodillas.
Por eso, procuro que estos días completos no tengan nada que ver con el tiempo de trabajo. Mis vacaciones consisten en hacer las cosas muy despacio y de una en una. Elegir el orden de actuación y dejar abandonadas para cuando vuelva el trabajo todas esas cosas para las que ahora no tengo tiempo.
Quizá, últimamente, voy haciendo las cosas tan de una en una y tan despacio, que te agobia mi mirada de relojero. Quizás tan despacio y tan de una en una, que te agoto, que te oprimo, que te sacudo. Quizás estoy tan de vacaciones y puedo soñar tan despierto, que no te dejo respirar.
Estoy contrariado por el efecto, por la falta de cálculo, por la lentitud con que pasan los días en el desierto. Estoy contrariado porque he hecho las cosas tan despacio y tan de una en una, que no he tenido tiempo de hacerte soñar escribiendo.
Y eso es algo que no quiero dejar de hacer.
Las tardes
Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.
Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.
He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.
Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.
Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.(Vicente Gallego, Los ojos del extraño, 1990)